Asia-Pacífico, Política

Las condiciones laborales en Asia

El World Economic Forum ha llamado a adoptar un modelo de “responsabilidad compartida”, en el que los gobiernos, las empresas, las instituciones internacionales y los sindicatos trabajen de común acuerdo para velar por el respeto de los derechos laborales en las fábricas asiáticas a las que las marcas trasnacionales encargan la producción.

Fatal Fashion (“Moda mortal”) es el título de un informe emitido en 2013 por dos ONG, a tenor de dos gravísimos accidentes en fábricas textiles de Bangladesh y Pakistán. La descripción de las pésimas condiciones en que se produce tanta buena ropa que se comercializa a precios de ensueño, revela un mundo sórdido y nada glamuroso por el que pocos se interesan. Una realidad que los ojos del consumidor no adivinan en ese coqueto par de zapatillas “de marca” que reposa en los escaparates.

Para vigilar y mejorar las condiciones de trabajo en las fábricas asiáticas, ha surgido una iniciativa coordinada por el World Economic Forum. Se trata de adoptar un modelo de “responsabilidad compartida”, en el que los gobiernos, las empresas, las instituciones internacionales y los sindicatos trabajen de común acuerdo en este tema.

Escribe Michael Posner en The Wall Street Journal que, bajo el nuevo modelo, todos los actores mencionados deben tomar parte activa en la detección y corrección de las irregularidades en el ambiente laboral, algo que hasta ahora –señala– era responsabilidad de las marcas globales, que debían vigilar toda la cadena de producción en las factorías a las que hacen sus pedidos, un mecanismo “policial” que hasta el momento se ha demostrado ineficaz. La novedad del acuerdo es vigilar entre todos los agentes que se respeten las normas laborales en toda la cadena de producción, incluyendo las subcontratas. Se trata de lograr una mayor transparencia, para así poder intervenir y colaborar en la rectificación de lo que sea necesario.

Quizás Posner pasa por alto en este punto que las empresas comercializadoras son no pocas veces responsables indirectas de las violaciones de los derechos laborales. Así ocurre cuando cursan pedidos de imposible cumplimiento a las factorías, a menos que estas hagan trabajar a sus obreros hasta el agotamiento, más allá de la jornada prefijada y sin el pago de horas extra.

Manos infantiles para balones Premium

A manera de ejemplo de cómo funcionaría el modelo de “responsabilidad compartida”, el autor menciona un caso de Pakistán, donde a finales de los años 90, las factorías de Sialkot producían muchos de los balones de fútbol Premium, y para ello empleaban, en las labores de costura, a niños de ocho años.

Para superar este problema, los fabricantes de pelotas lanzaron una iniciativa conjunta con la cámara de comercio local, el gobierno paquistaní, la FIFA, la Organización Mundial del Trabajo (OMT) y el Departamento del Trabajo de EE.UU., por la que se construyeron nuevos centros de costura y se creo la denominada Asociación de Monitoreo Independiente, financiada inicialmente por la OMT y hoy por la industria. Un buen avance, si bien la tragedia del trabajo infantil es aún una lacra en el país asiático, a pesar de que este ha suscrito dos de los convenios internacionales tocantes a la materia.

En el sudeste de Asia, sin embargo, hace falta más que una declaración de intenciones para que se instale cualquier nuevo modelo de responsabilidades de cara al mundo del trabajo, y es que varios Estados pasan olímpicamente de las regulaciones internacionales de las que son firmantes, por lo que huelga decir que les importan aún menos aquellas que ni siquiera han ratificado.

El glamour chamuscado

Un reporte de 2014 del Parlamento Europeo sobre las condiciones laborales de los trabajadores de la industria textil asiática, refiere que la OMT considera fundamentales ocho convenios muy vinculados al respeto de los derechos humanos en el mundo laboral. Pero naciones como la India se dan el lujo de no ratificar varios de ellos, como el referido a las peores formas de trabajo infantil, el de edad mínima, el derecho a organizarse y a contar con un convenio colectivo, y el de la libertad de asociación, mientras que China se desentiende de hacer lo propio respecto a los tres últimos mencionados, así como al que reclama la eliminación del trabajo forzado. Bangladesh, Vietnam, Camboya y aun la pujante y democrática Corea del Sur mantienen igualmente un espacio en blanco en algunos de estos documentos.

Si estos estados no plantan cara por los derechos de sus trabajadores, ¿habrán de hacerlo las compañías occidentales, menos comprometidas con los estándares laborales de unos ciudadanos que no son los suyos?

Como ejemplo de la crónica falta de interés por el tema, está el incendio de una factoría paquistaní en la que se apiñaban unos 2.000 trabajadores, en septiembre de 2012. Según cifras oficiales, fallecieron 262 obreros. La fábrica era operada por la compañía local Ali Enterprises, y en ella parecían desembocar todas las responsabilidades.

Sin embargo, una de las presuntas compradoras de su producción era la firma minorista alemana KiK, que inicialmente negó información sobre sus operaciones, hasta que se encontraron fragmentos de tejido con una marca: OKAY Men, perteneciente a esa comercializadora. Solo así sus directivos reconocieron que encargaban a la empresa paquistaní el 75% de su producción. Pero hasta en eso intentaron escaquearse: compraban el 90%.

Únicamente tras un proceso judicial, KiK accedió a pagar compensaciones a las familias de 254 trabajadores, unos 383.700 euros entre todos, y tras otro reclamo, accedió a elevar la cifra hasta el millón de euros. Al término de 2014, KiK declaraba unos ingresos brutos de 2.000 millones de euros.

¿Fábrica o prisión?

Con el Acuerdo sobre Textiles y Ropa, rubricado en 2005 por la Organización Mundial de Comercio, saltó por los aires el sistema de cuotas que protegía el sector textil en los países industrializados, y la mayor parte de la producción pasó a países asiáticos y africanos de mano de obra más barata.

Esto ha resultado beneficioso para los países asiáticos, pues ha sido una fuente de empleos. Para Europa y EE.UU. significó pérdida de puestos de trabajo y un flujo de ganancias menos complicadas desde el nuevo destino, donde no se ponen muy “tiquismiquis” con “eso de los derechos”.

De allá proviene nada menos que el 58,4% de las exportaciones mundiales de textiles; de hecho, más del 70% de los que se venden en Europa tienen ese origen. Pero para tener tanta presencia en el mercado europeo, no parece que se haya hecho lo suficiente desde aquí para exigir responsabilidades y cambiar las condiciones en que se producen esos artículos.

El reporte del Parlamento Europeo es extenso en detalles, y describe cómo los trabajadores de muchas fábricas del sector, en varios países, se ven precisados a trabajar en edificios arbitrariamente adaptados como factorías y carentes de las medidas de seguridad mínimas, con entrepisos levantados para apiñar a más personas y más maquinaria, y con una tecnología desfasada que, además, puede ocasionar frecuentes cortocircuitos e incendios. Sobresale además el almacenamiento incorrecto de las materias primas (grandes pilas de algodón junto a químicos altamente inflamables, en el mismo espacio donde trabajan las personas), las salidas de emergencia bloqueadas, con barrotes de hierro por doquier (¿evitar los robos a costa de condenar las vías de escape?), la ausencia de unos medios de rescate apropiados, etc., etc.

Súmanse a todo ello, además, las libertades coartadas: la prohibición o el arrinconamiento de los sindicatos, la inexistencia de contratos y, de resultas, la falta de compensaciones en caso de accidente; el maltrato por parte de los capataces, y así, todo un grupo de atropellos que Dickens, de haberlos conocido, hubiera tenido por exageraciones.

Deberes para todos

El modelo de “responsabilidad compartida” debería servir para establecer un compromiso verificable, con pautas medibles, que bien pudieran ir en la línea de lo que proponen los autores de Fatal Fashion. Así, los gobiernos del sudeste asiático, algunos de los cuales se vanaglorian de poseer armas atómicas o de poner satélites en órbita, tendrían que bajar la mirada y poner más el ojo inspector en la seguridad de las fábricas, velar por que se cumplan los estándares en la materia, así como el respeto a los derechos laborales.

Las empresas comercializadoras deben asegurarse de que se respetan los derechos humanos a lo largo de toda la cadena de producción –que no solo los dependientes de una luminosa boutique merecen salarios dignos y vacaciones–, y de que contribuyen a la seguridad de las lejanas factorías. Y finalmente, las compañías, además de lo anterior, deben responder con prontitud a las necesidades económicas o de rehabilitación de los trabajadores afectados por accidentes laborales, e implementar mejores prácticas en sus compras, a saber, precios más justos para sus pedidos, así como establecer tiempos de entrega razonables.

Que se trata de personas, no de máquinas de coser, y un poco de empatía no estaría de más.

© Aceprensa

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