El temido general iraní Qasem Soleimani es ya parte de la historia. Murió asesinado por dos misiles norteamericanos de los denominados “Hellfire”, disparados certeramente, a distancia y desde un “drone”

Ejecutado, entonces. Haciendo realidad aquello del “que a hierro mata…”.
 
Su muerte ocurrió muy cerca de la medianoche del pasado 2 de enero, en las inmediaciones del custodiado aeropuerto internacional de la ciudad de Baghdad.
 
Soleimani era, recordemos, el gran responsable directo del terrorismo iraní. Centenares de soldados y efectivos norteamericanos habían ya perdido la vida, por órdenes directas suyas, en toda suerte de atentados cruentos. Murió, entonces, en su dura ley: la de la violencia.
 
Era el jefe indiscutido de las fuerzas de elite de los siempre peligrosos “Guardias Revolucionarios” iraníes. Los que conforman la eficiente mano ejecutora del terrorismo persa.
 
Usaba tres teléfonos celulares diferentes y los rotaba constantemente, para tratar así de no ser detectado por sus enemigos. Pero los servicios de inteligencia de Israel obtuvieron los números de esos celulares. De todos ellos. Y los suministraron prestamente a sus aliados estadounidenses.
 
Cerca de Soleimani, el día de su muerte, lo seguían tres equipos compuestos por fogueados especialistas norteamericanos que pertenecían a la llamada “Fuerza Delta”. Y ellos ubicaron al general Soleimani en Bagdad. Con toda precisión.
 
El Canciller de Irán, Javad Sarif, comentando lo sucedido con Soleimani, señaló que, por su impacto en términos de daño producido a su país, la muerte de Soleimani podía compararse con la destrucción total de toda una ciudad iraní. Un golpe muy duro, entonces.
 
En paralelo, el presidente Joe Biden explora activamente posibles canales de comunicación entre los dos países que puedan derivar en un diálogo de paz eficiente. Irán sostiene no estar interesado, mientras sea objeto de sanciones. Ojalá se encuentren esas vías…y sirvan.
 
 
 
(*) Ex Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas