Política

Un crimen contra todos los africanos

Alvaro Vargas Llosa reflexiona acerca de cómo el caso de Kenia demuestra que los políticos locales, y no el imperialismo ni las costumbres ancestrales, son los principales culpables de la miseria del África subsahariana.

Alvaro Vargas Llosa
La tragedia cotidiana que vive Kenia desde los fraudulentos comicios del 27 de diciembre —matanzas y desplazamientos, libertades restringidas, una economía halagüeña a punto de sucumbir— confirma por enésima vez que los políticos locales, y no el imperialismo ni las costumbres ancestrales, son los principales culpables de la miseria del África subsahariana.

En los últimos años, los kenianos habían hecho un esfuerzo por crear una democracia funcional, una economía más abierta y un clima institucional estable. El resto del mundo había respondido bien: desde el Asia hasta Europa, se hablaba de Kenia como del “centro comercial y financiero” del África oriental y ese país estaba visiblemente ausente de la lista de naciones problemáticas que solían citar los observadores con respecto a aquel continente. Por si fuera poco, las democracias occidentales sostenían que el gobierno de Kenia era un bastión contra el fundamentalismo islámico en la vecina Somalia.

Todo eso se ha hecho trizas ahora que el presidente Mwai Kibaki ha rehusado abandonar el poder tras una elección que, según los observadores locales y extranjeros, se robó olímpicamente. Su decisión de aferrarse al poder ha agudizado los resentimientos tribales, regionales e incluso religiosos, reemplazando a las instituciones con la violencia bruta como mecanismo para asignar el poder, la riqueza y el prestigio. Más de un millar de personas han sido asesinadas, muchas más han sido mutiladas o violadas, y un cuarto de millón han sido desplazadas. Estos números seguramente empeorarán dado el fracaso de los esfuerzos internacionales para mediar entre el presidente Kibaki y el líder de la oposición, Raila Odinga.

No puede decirse que el robo de las elecciones haya creado problemas allí donde no existían. La tribu dominante, la de los kikuyu, ya era vista con sospecha por las demás tribus, incluidos la de los luos de Odinga, que se sentían marginadas. Los musulmanes se sentían abandonados por los cristianos. Distintas provincias veían con rencor la concentración de poder en la Provincia Central. Pero estas tensiones y reclamos estaban sólo latentes porque, desde el fin del gobierno del partido único en 2002, diferentes mecanismos institucionales parecían prometer una participación, movilidad y descentralización graduales. El peor crimen del presidente Kibaki es haber pulverizado la expectativa de que los medios pacíficos pueden subsanar las viejas injusticias.

Los agentes de seguridad del gobierno no son los únicos que perpetran matanzas. Según muchos testimonios, la oposición está estrechamente vinculada a distintas pandillas que han aterrorizado a los kikuyus en el Valle del Rift y otras áreas del oeste de Kenia. Y hay indicios de que grupos no ligados a la confrontación política han aprovechado la oportunidad de saldar sus cuentas. Una vez que el gobierno abrió la Caja de Pandora, cualquier cosa podía salir de ella. Y salió.

Tras la lucha por la independencia, Kenia pasó a ser, en los años 60, un Estado corrupto dominado por un partido único bajo el mando de Jomo Kenyatta. Daniel arap Moi prolongó esa herencia luego de llegar al poder en 1978. Bajo dichos gobernantes, Kenia se convirtió —para emplear las palabras de George Ayittey en el reciente libro “Making Poor Nations Rich “— en un “Estado vampiro”. Pero luego Kenia optó por una transición que parecía apartarla de la mayor parte del resto del continente. Ahora, cuando había indicios de que Kenia estaba dejando atrás su política autoritaria, Kibaki ha logrado, de un solo golpe, convertirla en un país que no se diferencia de otros Estados africanos sumidos en el horror.

Con su felonía, el mandatario keniano ha retomado la peor tradición de la política africana del último medio siglo. Tras el trauma del colonialismo, antes que el Estado de Derecho los dirigentes africanos optaron por establecer cleptocracias tiránicas, disfrazando sus exacciones con ideologías foráneas en vez de aprovechar algunas saludables costumbres locales que encerraban la promesa de gobiernos limitados y economías privadas. No sorprende, por ello, que entre 1975 y el año 2000 el Producto Bruto Interno per cápita del África subsahariana se haya contraído 1 por ciento mientras que otros continentes prosperaban. Corea del Sur, cuyo ingreso per cápita era similar al de Ghana en la década del 50, se volvió un país exitoso; la nación africana, en cambio, se estancó. Por cada Botswana —solitario caso de éxito en el África durante muchos años—, hubo docenas de fracasos.

Sólo en los últimos años un número sustancial de naciones africanas comenzaron a modificar su economías políticas, deshaciéndose de las falacias ideológicas y prácticas brutales que dilapidaron la independencia del continente negro. Kenia parecía ser una de ellas, con su significativa contribución a una región cuya economía ha venido creciendo alrededor del 6 por ciento anual y atrayendo capitales extranjeros en cantidad respetable. La decisión de Kibaki de arruinar todo eso es un verdadero crimen contra todos los africanos.

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