El Nacionalismo que ensangrentó a Europa en el siglo XX, sedujo con su mezcla de modernidad y amor por la tradición, no sólo a Europa, sino también a América. En nuestro país llegó para quedarse, tiñó la realidad con el tinte fuerte de los colores nacionales. Hugo Wast (Guillermo Martínez Suviría) quien alcanzó el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública en 1943, en tres de sus libros, mostró el perfil antisemita que caracterizó al nacionalismo restaurador. También, entre muchos otros, el nacionalista, católico, presbítero, y doctor en filosofía y teología, Julio Meinvielle, admirador de la Edad Media, atacó a los judíos acusándolos de controlar nuestros trigos, carnes e industrias.
Los hacía responsables de todo lo que no les gustaba del país, era ejemplo perfecto de lo que Karl Popper llamó “teoría conspirativa de la sociedad”: al no entender fenómenos complejos sociales se los atribuía a individuos o grupos poderosos. Muchos de este sector ideológico admiraban a la Italia fascista y los métodos violentos para imponer el orden social que anhelaban. Pero veamos las ideas que expresaba uno de ellos, Bonifacio Lastra, nacionalista, enemigo acérrimo del capitalismo al que achacaba la miseria de la clase trabajadora, lo identificaba con los judíos. Expulsaba todo su odio en un capítulo de su libro “Bajo el signo nacionalista” publicado en enero de 1944, no entendía que el lucro y la ganancia son parte de todo intercambio, por ello los acusaba de ser dueños de la banca internacional, de dominar el préstamo usurario, la industria y la producción. Con ese monopolio de la banca, remataba, determinaban toda la economía condicionando la producción, no a las necesidades de los hombres, sino al lucro personal. Les atribuía el plan de adueñarse de la riqueza, someter a su yugo a los gobiernos, corromper las costumbres “con una manera de pensar y de sentir sensualista, antiheroica y antiespiritual”, con el fin de lanzar a unas clases sociales contra otras, destruir a las naciones cristianas e implantar “el imperio universal judío”. Esperaban, señalaba, “de acuerdo a sus profecías malditas” que llegara su Mesías, el que reemplazaría a Cristo, al que habían negado y crucificado hacia muchos siglos. Los acusaba de haber llegado a la Argentina para poner nuestras fuentes de producción, nuestros transportes, nuestro comercio en manos de los enemigos de la Cristiandad. Así se expresaba: “extranjeros contaminados y agentes ocultos o manifiestos de la judería -la pronunciación gangosa señalaba la casta- se encargaron de desparramar la mala semilla”.
En su libro explica, que desde 1938, año en que salieron a la calle estudiantes y obreros de la Alianza de la Juventud Nacionalista, se había perdido el sentido de las voces de derecha e izquierda. El nacionalismo les había arrebatado lo único que justificaba la postura de cada una de esas fuerzas: a las izquierdas su doctrina de justicia social, “filtrándola de las sucias contaminaciones judías”, y a las derechas su bandera de nacionalidad y tradicionalismo, despojando esos conceptos del sentido reaccionario y antipopular, el cual divorciaba a las derechas de las masas”.
Consideraba a los judíos enemigos de la Patria y de los trabajadores, como también Marx, quien señalaba que una organización de la sociedad que acabase con las premisas de la usura, y por lo tanto con la posibilidad de ésta, haría imposible al judío. Ambos no comprendían que la enorme ampliación de los mercados, por lo cual se reconoce al sistema capitalista, no solo lo hace indetenible, sino que se desarrolla llevando la oferta a la gente común, de la que vive y se impulsa. Ambos tenían, como sus seguidores, los temibles prejuicios de Hitler. Los judíos nunca los tuvieron respecto a la actividad comercial, el interés y el dinero, su religión los consentía. Perseguidos, la única actividad que asumieron, para sobrevivir, fue el comercio, así es, como llegaron a ser pioneros en el desarrollo del capitalismo, y en la creación de estructuras necesarias para su funcionamiento. Por la misma razón ocuparon puestos de banqueros, comerciantes e industriales. Los primeros capitalistas surgieron de grupos marginales como eran los judíos, pudieron, de tal modo, convertirse en burgueses, artesanos, propietarios capitalistas, o trabajadores libres.
Los nacionalistas soñaban con un Estado que no respondiera a los intereses de ninguna clase, un Estado fuerte, un Estado autoritario, que impusiera esa justicia social que hasta ese entonces “no había podido implantar ningún Estado liberal”. El pueblo debía elegir entre el Comunismo o un nuevo orden nacional social y cristiano, el cual lo iba a emancipar del Capitalismo internacional, El peor de los sistemas era, para quienes pensaban de la misma forma, la mal llamada democracia o “gobierno de la clase burguesa-capitalista”.
La difusión de estas ideas penetró con vigor en la política argentina a partir de la revolución del 30, desde los hijos de familias patricias, la Iglesia, el ejército profesionalizado y la intelectualidad tradicionalista y reaccionaria. Impregnaron el pensamiento de los militares que llegaron al poder en 1930 y de los que más tarde derrocaron a Castillo, en 1943. Se vieron también reflejadas, en figuras civiles de prestigio, quienes se fueron posicionando en una línea histórica que crearon: Rosas-Yrigoyen-Perón. Los tres se habían destacado en la defensa de “valores argentinos”, al oponerse al influjo de potencias extranjeras. Los igualaban, sin considerar sus diferencias, idealizando los procesos históricos reales. Decían defender la democracia pero admiraron a Rosas y más tarde, a Perón, dos dictadores.
En realidad es muy difícil explicar el nacionalismo argentino porque hubo muchas diferencias entre sus miembros, además de idas y venidas de acuerdo a lo que sucedía en el país. Pero todos contribuyeron a destruir a la democracia, tanto los que apoyaron ideas totalitarias, como los que creyeron y ayudaron a que Perón llegara al poder y a sembrar confusión en las cátedras universitarias, sobre todo en la enseñanza de la historia argentina; mediante el revisionismo se igualó la democracia con la dictadura; se hicieron trizas los valores liberales, base de un sistema democrático.
La Justicia social, el distribucionismo, la autarquía, el antiliberalismo, están ligados al populismo, y también a la jerarquía, al orden autoritario y al rechazo a lo extranjero. Roba tanto del nacionalismo de derecha como del de izquierda: un estrecho contacto con la Iglesia, la prédica por la independencia económica, y el rechazo a los partidos políticos en beneficio de una representación corporativa que los sustituye. Estas ideas, como el antisemitismo, desplazaron a aquellas que nos hubieran llevado a tener un contacto fluido con el mundo democrático; penetraron en la cultura convencional y en los medios masivos de comunicación.
La libertad, que en un sistema democrático permite luchar contra las regulaciones al comercio, atrae a los capitales de cualquier procedencia y permite la existencia de una sociedad abierta, fue cercenada y mancillada en nombre de ideas que defendieron lo autóctono y rechazaron fervorosamente todo lo que oliera a extranjero, a innovación, y a creatividad..
Elena Valero Narváez. Miembro de Número de la Academia Argentina de la Historia. Miembro del Instituto de Economía de la Academia de Ciencias. Morales y Políticas. Premio a la Libertad 2013 (Fundación Atlas). Autora de “El Crepúsculo Argentino” (Ed. Lumiere, 2006).