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El oficio de reinar sin gobernar

La muerte de Isabel II ha puesto fin a un reinado y a una era. Los libros hablan de los fastos vividos en Londres en los funerales de la reina Victoria, en 1901, que reinó 63 años y casó a varios de sus hijos e hijas con los monarcas que reinaban en Europa. Eran los momentos apoteósicos de la era victoriana que gobernaba las tierras y los mares de un vasto imperio del que procedían las materias primas que alimentaron la revolución industrial e implantaban el capitalismo salvaje mientras Karl Marx malvivía en Londres.

Aquel entierro imperial reunió a todas las testas coronadas de muchos países que unos años después empezarían a batirse en sangrientas guerras en Europa. La Inglaterra victoriana era sinónimo de progreso cultural, industrial, científico y económico. A partir de ese momento empezó un largo declive, lento, agradable, con la pérdida gradual de las colonias que reclamaron su independencia plantando cara militarmente a los ejércitos imperiales.

La era isabelina terminó el lunes con la espectacular ceremonia de color, tradición, continuidad y extravagancia de actores que venían ensayando en su imaginación once días de representación teatral sublime.

Un británico isabelino sería aquel que ha llevado con un cierto complejo de superioridad el hecho de haber perdido las guerras que ganó. El arte de la simulación, de las apariencias, de los uniformes sacados de los sarcófagos de grandezas pasadas, fascina a los británicos que se identifican con una monarquía que sin tener poder se ha adaptado a los tiempos manteniendo viejas costumbres y tradiciones que les distinguen de cualquier otro país democrático. George Orwell, posiblemente el mejor periodista del siglo pasado, decía que “la monarquía inglesa es la válvula de escape para emociones peligrosas”.

Ha quedado muy claro que el pueblo británico quería a su reina y que no tiene intención de promover el advenimiento de una república por muchos que sean los errores del rey Carlos III. Si su popularidad se hundiera, el príncipe Guillermo, ahora príncipe de Gales, tomaría el relevo.

Pienso que a los británicos les da una gran pereza cambiar la monarquía por una república. Al fin y al cabo, el rey es el ornamento en la cumbre de un sistema constitucional, sin Constitución escrita, pero con una jurisprudencia que dirime todos los conflictos políticos del país sin que el monarca pueda interferir porque reina pero no gobierna.

El futuro es impredecible, pero Carlos III tendrá que preservar la identidad nacional británica que su madre representaba simbólicamente con una silenciosa pero eficaz profesionalidad­. Escocia planteará el referéndum, Irlanda del Norte puede inclinarse por la unidad irlandesa y las relaciones con la Unión Europea han dividido a los británicos con un Brexit que les ha aislado del conti­nente. La alianza bilateral con Estados Unidos es incierta en términos comerciales. Y mantener los vínculos de la Commonwealth será discutido.

Pero les queda, que no es poco, su talento, sus universidades, su espíritu crítico, su libertad y, por encima de todo, una lengua que es tan indispensable como lo fue el latín en el siglo XIII. Han demostrado que saben administrar con gran boato y majestuosidad el arte de la decadencia que nunca llega a ser definitiva porque sacan de sus viejos baúles las maneras de cambiarlo todo sin tocar nada de las formas. El hecho es que la era isabelina ha entrado ya en el mundo de ayer.

Publicado en La Vanguardia el 21 de septiembe de 2022

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