Chile y Brasil durante los últimos meses se han visto envueltos en escándalos de corrupción. Si bien las magnitudes, extensión y alcance de los episodios del financiamiento irregular de campañas políticas en Chile y de los sobornos con fines políticos en el caso brasileño, particularmente en el bullado caso Petrobras, difieren.
Por el contrario, sus efectos, tienden a la convergencia: descrédito de la clase política, corrosión de la figura presidencial y la configuración de una tesis maximalista desde el punto de vista del re-ordenamiento político/institucional: el quebrantamiento de un pacto dada las supuestas conductas espurias de una cúpula mandataria, con la única salida viable de una nueva constitución. Volveremos al final sobre este punto.
Pero un paso previo en el análisis debe necesariamente incorporar el hecho de que el malestar en ambos países encuentra sus raíces en condiciones socio-políticas mucho más estructurales y globales que trascienden la coyuntura de los escándalos mencionados anteriormente. Tanto Chile como Brasil han experimentado un crecimiento exponencial de sus clases medias, sin ir más lejos, el legado de Lula da Silva fue principalmente la conformación de un vasto nuevo grupo social, en el cual 6 de cada 10 ciudadanos brasileños mayores de 16 años pertenecen hoy a la clase media (más de 100 millones de personas) conforme a datos de Dathafola. En Chile la situación no es disímil, los últimos datos ratifican el hecho de que la clase media es el grupo social más relevante de la población; un 42% de los chilenos pertenece a esta estratificación social conforme a datos del Banco Mundial. ¿Cuáles son las implicancias de esto? Sencillo, como señala el analista Moisés Naim en su texto El fin del poder, las revoluciones del más (más educación, más acceso a bienes y servicios y más expectativas) y de la movilidad (de ingresos inter-generacionales, de capitales, de flujos migratorios, de “cerebros”, etc.), encuentran su expresión más nítida en las capas medias de la sociedad. Y como señalara Samuel Hungtington, en aquellas sociedades en rápida transformación, las expectativas y exigencias de la población -particularmente de sus clases medias- tienden a crecer a una velocidad mayor que la de las capacidades que cualquier ente gubernamental posee para satisfacerlas.
Sin embargo, efectivamente puede que la corrupción sea el catalizador de estas frustraciones y aflicciones, no existe una pretensión por desconocer aquello, pero el punto es que sin una ciudadanía lo suficientemente informada, crítica y consciente de sus derechos y de las responsabilidades de sus autoridades, la repercusión de los hechos de corrupción sería radicalmente menor.
Pero más allá de la desafección, la pregunta es cómo las sociedades complejas son capaces de dar cuenta de estas crisis de confianza. La alternativa de la izquierda -en general- pasa por retrotraer las condiciones del pacto o contrato social a un momento cero. El razonamiento en clave Rousseauniana es el siguiente: “las condiciones estructurales del ordenamiento político han posibilitado la existencia de prácticas corruptas y de malestar social, por ende esta institucionalidad es espuria y ha de ser refundada”. De ahí surge la demanda -entre otras, por cierto- por una Nueva Constitución.
Parece una invitación provocadora, pero que puede ser más bien efectista. Sin ir más lejos, la auténtica metástasis de corrupción, tráfico de influencias y faltas a la probidad en el caso brasileño, se dieron en el marco de una institucionalidad que emana de la constitución de 1988, que fue nada más ni nada menos que el producto la conversión de su Congreso en una asamblea constituyente, compuesta por 559 congresistas, con el objeto de reemplazar al anterior texto heredado del régimen militar. ¿Ha sido esta extensa constitución[1], producto de un congreso constituyente, de más de 160 páginas (versus las 73 páginas de la de Chile) y que salvaguarda cerca de 79 derechos sociales (versus los 46 del texto Chileno), según indica la base de datos de los profesores Z. Elkins, T. Ginsburg y J.Melton en The Endurance of National Constitutions, suficientes para contener el “malestar social”, las frenéticas pulsiones de corrupción y la deteriorada legitimidad de la democracia en el país carioca? Por supuesto que no. Sin ir más lejos, en la tónica del eterno retorno, el heurístico a aplicar con posterioridad a la crisis de Petrobras fue paradójicamente nuevamente, “¡cambiar la constitución!”.
No se trata de plantear que la Constitución chilena no esté sujeta a perfeccionamientos, sino más bien de poner sobre la mesa, el hecho objetivo de que sin una hipertrofia de derechos sociales garantizados en el texto constitucional, Chile posee mejores indicadores educacionales expresados en la prueba PISA que Brasil, un menor índice de corrupción, expresado en el Índice de Transparencia Internacional, y un Índice de Desarrollo Humano (que incorpora dimensiones de salud, educación e ingresos) que nos sitúa en la posición global número 42, mientras Brasil figura en el lugar 75.
Las dimensiones institucionales son importantes en el desarrollo de los países, basta un recorrido en la literatura desde D. North a J. Robinson y D. Acemoglu. Pero en la evidencia comparada abundan los casos de grandilocuentes constituciones que han frustrado condiciones del desarrollo, mientras que las constituciones sobrias, trazando un objetivo modesto, pero eficaz, a la hora de generar las condiciones institucionales para que sus ciudadanos alcancen el desarrollo, han terminado siendo más efectivas en el tiempo.
Parece importante tener esto en mente. La alquimia constitucional soporta muchas esperanzas, anhelos y promesas, pero no por eso pasa a ser una pócima mágica que venga a remediar todos los males de una comunidad y a asegurar el porvenir de toda la sociedad.
[1] Un análisis interesante sobre el efecto de la extensión de las constituciones en los países de la OCDE se encuentra en Tsebellis, G. (2013). A long Constitution is a (Positively) Bad Constitution: Evidence from OECD Countries. Donde la evidencia indica que países con constituciones largas poseen menores niveles de PIB per cápita, controlando por una serie de factores.
Jorge Ramírez
Coordinador del Programa Sociedad y Política de Libertad y Desarrollo
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