Si el caso Democracia Viva ya había encendido las alarmas en el oficialismo, el caso ProCultura desató una crisis de un orden de magnitud distinto. La longitud de onda del cataclismo político incluso tocó al Presidente de la República, exponiendo una conversación telefónica entre él y su ex psiquiatra, en la que no se habla precisamente de su salud mental.
Los antecedentes recabados por la Fiscalía estarían confirmando lo que muchos temíamos: el esquema de defraudación al fisco a través de fundaciones se ajusta al de un mecanismo. Convenios vía trato directo, pagos anticipados, inversiones de estos fondos en instrumentos financieros para obtener intereses, salto exponencial en el otorgamiento de recursos asociados a proyectos una vez que el Frente Amplio asumió el gobierno, y una densa red de actores públicos y partidarios articulados política y territorialmente con la finalidad de malversar fondos públicos y destinarlos al financiamiento de campañas políticas.
Para un Gobierno que centra su acción política en lo simbólico, la corrosión del carácter ético de esta generación termina en un socavamiento completo del relato y, por ende, del proyecto. Porque no se trata de un conglomerado que, como tantos otros, anida en su seno prácticas que contravienen la probidad en la función pública.
Se trata del Frente Amplio, grupo político que llegó al poder con un discurso puritano en la línea de erradicar el cuoteo, terminar con los pitutos, poner fin a la opacidad en el uso de recursos públicos y establecer una condena moral a la incestuosa relación entre dinero y poder.
Desde esa superioridad ética, planteada de manera arrogante por Giorgio Jackson, se fustigó con fuerza a las generaciones anteriores. Hoy, sin embargo, se ven enfrentados a sus propias contradicciones: no solo habrían reproducido las mismas prácticas, sino que lo habrían hecho con recursos destinados a los sectores más vulnerables de la sociedad y a nombre de la “cultura”.
La reacción del oficialismo, lejos de contribuir al esclarecimiento de los hechos, ha seguido el libreto que otras izquierdas latinoamericanas ya ensayaron, siguiendo el guion del Foro de Sao Paulo: acusaciones de lawfare, denuncias de espionaje político y una narrativa de victimización institucional que recuerda a Lula en Brasil con la operación Lava Jato, a Cristina Kirchner en Argentina con la Ruta del Dinero K o a Rafael Correa en Ecuador con el Caso Sobornos. Pero replicar ese guion en un país como Chile supone costos mayores: erosionar la legitimidad del Estado de Derecho y de sus instituciones.
El Presidente de la República, tan amigo de las declaraciones altisonantes, pero, al mismo tiempo, vacías, había impuesto un estándar exigente para este tipo de circunstancias: caiga quien caiga. Inesperadamente, quien cayó fue el Fiscal Patricio Cooper, quien, tras dos años de investigación, ha sido removido de la causa tal y como en el pasado se removió a fiscales en los casos Penta y SQM. Con la diferencia de que, en esos años, los por ese entonces diputados del Frente Amplio, sin medias tintas, calificaron esas prácticas como señales inequívocas de impunidad. ¿Opinarán hoy lo mismo?
Cuando el discurso moral se vacía de contenido y deviene en impostura, el precio no solo lo paga el prestigio del conglomerado: también lo resienten las instituciones y los electores, quienes, con esperanza, creyeron que esta vez —con ellos en el poder— todo sería distinto. Pero después de todo, sólo queda la sensación de que nada ha sido distinto. Ha sido peor.
Columna de Jorge Ramírez, Investigador del Programa Político, publicada en Ex-Ante.-