Política

Constitución Europea, para qué

Pedro Schwartz, presidente del MTS Spain y profesor de la Universidad San Pablo CEU, reflexiona en este artículo de Elcato.org sobre el futuro constitucional de la UE.


El Tratado constitucional de la Unión Europea revive con la victoria electoral
de Zapatero. Volvemos a oír razones por las que, nos dicen, necesitamos una
Constitución europea. La primera es instrumental: sin reforma de los actuales
tratados, la UE no puede funcionar. ¿Cómo llegar a decisiones operativas en la
Comisión si alrededor de la mesa se sientan 25 comisarios? ¿Cómo legislar si el
Consejo de jefes de Estado y presidentes de Gobierno tiene 26 miembros, porque
Francia lleva dos?

La segunda razón es más política: reducir las
materias en las que es necesaria la unanimidad, pero sin caer en la mayoría
simple de países, pues algunos son minúsculos. De ahí la cuestión de si debe
prevalecer la voluntad de quienes reúnan el 50 por ciento de países con el 50
por ciento de la población, o 55/55, o 54/54.

La tercera razón es
politiquísima: la esperanza de que el mayor aerodinamismo de las decisiones y
las instituciones empuje a Europa hacia una unión cada vez más profunda, camino
de su transformación en un gran poder mundial capaz de mirar a EEUU a los ojos.


Las elites giscardianas cubren la píldora de la centralización con dos
capas de azúcar, para que los ciudadanos confundidos por la letra pequeña se
unan de corazón al proyecto: el mercado único y la subsidiariedad.

Es
cierto que la libertad económica exige un entorno de cortas reglas comunes para
toda el área que permitan a individuos y compañías contratar sin trabas, pues
las normas locales muchas veces sirven para proteger intereses bastardos. Así,
la Comisión puede imponer la competencia de cerveceras en Alemania, o de
empresas eléctricas en Francia, o de distribuidores de automóviles y de
licitadores de obras públicas en toda la Unión. Pero a su vez ese poder central
reforzado puede ser atrapado por los lobbies obreros y limitar las horas de
trabajo para todo el Continente; o ser ocupado por los redistribuidores de la
renta y prohibir la competencia fiscal entre países.

Para que los
políticos locales acepten esa centralización (la buena y la mala), se refuerza
la “subsidiariedad” y la “proporcionalidad”, conceptos oscuros donde los haya.
Se trata de que las decisiones no se tomen en el centro cuando pueden dejarse en
manos de instancias políticas inferiores y que las comunes no se aprovechen para
engordar los poderes situados en Bruselas. Siempre poderes y nunca
individuos.

Para el individuo, la mejor subsidiariedad es la competencia,
sea entre productores o entre instituciones: reglas mínimas y mucha variedad,
para poder desplazarse en busca del lugar o la legislación más convenientes.
Otra Constitución, sí, pero mucho más pequeña: que se contente con defender la
libertad de movimientos de personas, mercancías, servicios y capitales y
prohibir los subsidios.

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