Economía y Sociedad, Política

El mercado es mejor que el Estado

El régimen de mercado es superior a cualquier otro sistema dirigido por comisarios políticos u organismos de planificación estatal porque funciona sin que exista ningún acuerdo previo sobre los fines que deben perseguirse y no es necesario imponer el proyecto de ningún iluminado político que cree que la historia comienza con su llegada al poder.

Antonio Margariti
Aunque los políticos no logren comprenderlo a causa de su arrogancia, cuando el sutil mecanismo del mercado es alterado por sus intromisiones y medidas el resultado inexorable es la destrucción del único instrumento que permite a los hombres conseguir una vida mejor, más justa, amable y confortable.

Al observar a nivel microscópico el comportamiento de ciertos gobernantes, podríamos enunciar una nueva ley de la física cuántica: “El grado de ignorancia sobre las cuestiones fundamentales de la economía es directamente proporcional al cuadrado de la picardía utilizada para acumular poder y engañar a la gente”.

En esta fatal arrogancia ocupa un primerísimo lugar la destrucción de los mecanismos del mercado, pero –a diferencia de lo que ocurría hace algo más de medio siglo– ahora el mercado no es sustituido por la planificación en manos del Estado, sino por la improvisación chabacana del día a día, sin dirección y empujada por vientos de cualquier cuadrante.

Piénsese en las alteraciones provocadas por medidas impositivas discriminatorias que perjudican a ciertos productos, los cambios en las condiciones de producción por retenciones o recargos de exportación, la prohibición de exportar productos cárnicos justo cuando aumenta la demanda mundial, el reparto de subsidios sin otra finalidad que disfrazar los verdaderos costos, la ridícula pretensión de imponer precios de referencia en mercados transparentes, la adulteración de las estadísticas sobre precios internos y el congelamiento de tarifas que impide las inversiones esenciales en energía, telecomunicaciones, transportes y combustibles. La tarea de socavamiento del intervencionismo estatal es peor y más peligrosa que las corrosiones por oxidación de los pilares de hierro de un puente con intenso tránsito vehicular.

El asombro del mercado

Asombro es una palabra que deriva de una maravillosa región italiana, la Umbria, porque –según dicen los expertos– allí la atmósfera adquiere una transparencia y luminosidad tal que permite ver los objetos en lontananza como en ningún otro sitio del mundo, “como en sombra”, percibiendo los más insignificantes detalles rodeados por un “sfumato” que deja borrosos los perfiles. Exactamente esa misma impresión de admiración y sorpresa es la que nos embarga cuando nos asomamos a los mercados que permiten convivir pacíficamente y para beneficio mutuo a una multitud de personas ubicadas en sitios lejanos, con diferentes ideales, intereses distintos y objetivos contradictorios.

El régimen de mercado es superior a cualquier otro sistema dirigido por comisarios políticos u organismos de planificación estatal porque funciona sin que exista ningún acuerdo previo sobre los fines que deben perseguirse y no es necesario imponer el proyecto de ningún iluminado político que cree que la historia comienza con su llegada al poder.

La vida económica es asombrosa. Si hay algo maravilloso es la trivial compra cotidiana de leche, pan, carne, frutas y verduras. También la venta de novillos por un productor ganadero, la entrega en puerto de la cosecha de soja, el pago de quincenas a los obreros de una fábrica o la venta de acciones en las bolsas de valores. Todas estas cosas simples y familiares se hacen sin esfuerzos, aunque ocultan algo que requiere explicación, sobre todo para los políticos ignorantes.

La economía cotidiana nos muestra una profusión de actividades distintas, pero engranadas y condicionadas entre sí. En innumerables fábricas del mundo se elaboran productos de diseño avanzado, en algunos lugares se recogen las cosechas de aceitunas, en otros se siembra algodón, miles de camiones transportan mercancías de un lugar a otro y entran o salen mercaderías de un país en las bodegas de barcos oceánicos.

Todos los días millones de personas van a ocupar sus puestos de trabajo, despachan combustibles en las estaciones de servicio, atienden en el consultorio y miles de mujeres ayudan en las tareas domésticas ofreciendo sus servicios como mucamas o cuidadoras de niños y ancianos. Hay muy poca gente que se autoabastece, que vive con lo que produce sin intercambiar con otras personas desconocidas. Esta gigantesca división del trabajo, sin embargo, es coordinada automáticamente sin que nadie se ocupe de ello, sin que deban elaborarse fatigosos informes, ni elevarse expedientes o sancionarse decretos de necesidad y urgencia.

El proceso de la actividad económica opera todos los días del año y en todas las horas del día, en todos los lugares y en todos los países con una coordinación tan perfecta que permite evitar errores incorregibles, porque si eso ocurriera el abastecimiento de las personas correría peligro.

¿Quién vela por la coordinación y por tanto quién dirige este proceso económico incesante que se renueva constantemente? Nadie, no hay ningún jefe, ni líder, ni dictador, ni burócrata que lo haga. Es el mercado el que se encarga de ello.

Funciones del mercado

Lo que el mercado pone de relieve es que, cuanto mayores sean las diferencias de necesidades y de propósitos entre quien ofrece productos y quien los demandan, tanto más probable es que ambos se beneficien con las transacciones. Lo único que se precisa es que haya instituciones –la Justicia y la Policía– que velen por el respeto de reglas bien simples: garanticen la propiedad de los bienes, aseguren que las transacciones se efectúen sin fraudes ni engaños, impidan que alguna de las partes pueda ejercer coacción o dominio prepotente sobre la otra parte, avalen que tanto para comprar como para vender se utilice dinero estable –es decir ,que valga y no pierda valor– y permitan que los compromisos asumidos sean cumplidos cabalmente.

De este modo, el funcionamiento del mercado facilita la cooperación entre personas de todo el mundo, que no se conocen entre sí y que ni siquiera saben en qué van a emplearse los productos que ofrecen. Lo que une a cualquier obrero que trabaja en Alemania, con el técnico que produce en Japón, el minero que extrae minerales en Australia, el confeccionista que produce prendas en Malasia y el consumidor que vive en la Argentina es precisamente esa maravillosa red de transacciones que sólo es posible sostener mediante el mercado.

Para los políticos ignorantes, es un misterio la manera en que se desarrolla esa prodigiosa red de telecomunicaciones. No entienden cómo pueden interrelacionarse millones de personas con fines particulares distintos y aspiraciones diferentes sin existir ningún plan ni orden emanada de mandones o de secretarios de Estado.

Esa red de telecomunicaciones que hace posible la instantaneidad de acuerdos y de ajustes en el mercado es la red de precios libres. La ganancia de cada uno que interviene en el mercado depende del precio a que pueda vender su mercadería y ese precio reflejará, a su vez, la firmeza con que otros desean su producto. Por consiguiente, los precios libres son señales luminosas muy delicadas que facilitan a cualquier individuo que esté necesitando ciertas cosas a contribuir a solucionar las necesidades de otros individuos.

Así, personas desconocidas y repartidas por todo el mundo, algunas muy instruidas y otras sin educación formal pero con el conocimiento elemental de saber sumar los costos y restar el precio de venta, pueden lanzarse a fabricar cosas o comprar productos sin que ningún plan económico de gobierno alguno les señale qué es lo que deben hacer. De esta manera, con un mínimo esfuerzo de información, el mercado transmite hacia todos lados la más sutil de sus funciones: el conocimiento específico de la escasez o la abundancia según las condiciones locales de tiempo, de modo y de lugar.

Entonces, el cerebro de millones de personas no tiene por qué estar ocupándose en leer confusos libros de sociología, o participar en cursos de macroeconomía, ni en compilar estadísticas, ni conocer el régimen impositivo de los países que les venden sus materias primas o compran sus exportaciones. Sólo les basta conocer los precios que se cotizan libremente en todos los mercados y decidir qué hacer con absoluta libertad de acción.

El mercado no necesita a los políticos

El mecanismo de precios dentro de mercados libres, cotizados en monedas estables, es algo prodigioso porque es un mecanismo ciego, que no necesita de órdenes, ni que se alteren sus fines, que se mienta o que se hagan promesas políticas. El precio libre es una realidad que cada uno puede tomar o dejar y hace posible expandir un complejo sistema económico sin dictadores ni tiranos, tan sólo empleando el conocimiento disperso y la división del trabajo que contribuyen a que los hombres, según el mandato bíblico, puedan dominar la tierra y satisfacer sus necesidades.

Cuando la política interfiere en este sutil mecanismo, lo único que hace es destruir sus engranajes, desarticular sus sincronías y cegar el único instrumento que permite a los hombres conseguir una vida mejor, más justa, amable y confortable.

Esta interferencia irracional por parte del gobierno es el proceso sistemático en que estamos inmersos desde hace algunos años y que consiste en el reemplazo del mercado por la arrogante ignorancia de quienes nos gobiernan.

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