Para Luis Miguez, el caso del candidato a comisario ha destapado la virulencia de una ofensiva dirigida a borrar los principios y valores tradicionales de las sociedades europeas.
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Sábado, 07 de diciembre 2024
Para Luis Miguez, el caso del candidato a comisario ha destapado la virulencia de una ofensiva dirigida a borrar los principios y valores tradicionales de las sociedades europeas.
ANÁLISIS
Cuando se inició la polémica sobre la omisión de toda referencia a la herencia
cristiana de Europa en el preámbulo del nuevo Tratado de la Unión Europea, hubo
quien intentó quitar importancia al asunto, como si fuese de carácter menor o
secundario. Por el contrario, soy de los que han sostenido desde el principio
que esa ocultación deliberada de un elemento fundamental de la tradición
histórica y cultural europea es algo muy grave.
Primero, porque no deja
de ser una forma de faltar deliberadamente a la verdad, de mentir. Y eso en un
tratado cuya propia calificación como “constitucional” es inexacta, ya que tanto
desde el punto de vista jurídico como político carece de tal calidad. En
realidad, se trata del tratado internacional constitutivo de una organización de
integración supranacional que refunde con algunas reformas los actuales Tratados
de la Unión Europea y de la Comunidad Europea.
Segundo, porque la omisión
no afecta a un elemento cualquiera de la tradición histórica y cultural europea,
sino nada menos que a la fuente inmediata de los principios y valores que
constituyen los cimientos morales de nuestra Civilización. Las éticas laicas que
se han desarrollado después no son otra cosa que la moral cristiana desprovista
de su fundamento trascendente y, por tanto, no son comprensibles sin
aquélla.
De esta manera, se diseña una Unión Europea que se autoengaña
sobre sus orígenes y se priva de las necesarias referencias morales para dotarse
de un orden sustantivo de principios y valores que la pueda guiar en el
concierto de las potencias mundiales. Se condena, en definitiva, a seguir siendo
por siempre un club de comerciantes sin peso propio en la escena
internacional.
Pero hay una tercera característica de la omisión que nos
ocupa que no ha tardado en manifestarse: lejos de ser políticamente inocua, es
el instrumento de una ofensiva dirigida a borrar los principios y valores
tradicionales de las sociedades europeas, los cuales, como se ha dicho, son de
origen cristiano. El caso Buttiglione ha destapado brutalmente toda la
virulencia de esta ofensiva y la implacable intolerancia con la que lleva a
cabo.
Las reflexiones más agudas sobre este particular se pueden
encontrar en la prensa de centroderecha italiana. En ella se resalta que la
censura a que se ha sometido al profesor Buttiglioni plantea cuestiones vitales
sobre los derechos civiles y sobre la libertad en Europa. Pero no son los
derechos y libertades de los homosexuales los que se han visto en peligro,
porque éstos están bien defendidos en la mayoría de los países de la Unión por
las legislaciones nacionales y eso no lo podría cambiar, aun suponiendo que lo
desease, el hipotético comisario europeo Buttiglioni.
Es el derecho a
existir de los católicos, de su tradición y de su cultura lo que se está negando
con el no a Buttiglione. Es la libertad de pensamiento la que se ve vulnerada
con la reivindicación de una cultura única bien poco liberal. Esto justifica
tanto la aparente imprudencia del profesor y filósofo italiano cuando, pudiendo
hacerlo, no ocultó lo que pensaba, como la negativa del Gobierno de
centroderecha de su país a cambiar la propuesta de comisario y la defensa por
parte de Durão Barroso de la misma posición.
Para mí, el caso Buttiglione
es otro motivo más para votar no al nuevo Tratado de la Unión Europea.
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