Las acciones terroristas son atroces siempre, se produzcan donde se produzcan. La comparación, la búsqueda de grados, sólo cabe respecto a quienes las juzgan.
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Sábado, 07 de diciembre 2024
Las acciones terroristas son atroces siempre, se produzcan donde se produzcan. La comparación, la búsqueda de grados, sólo cabe respecto a quienes las juzgan.
ANÁLISIS
Ante una tragedia como la de la escuela de Beslán, Occidente ha quedado
desconcertado por el horror y busca responsabilidades entre sus propias filas.
No es la primera vez. A principios del siglo XX, el escritor en lengua inglesa
de origen polaco Joseph Conrad creaba un poderoso símbolo literario para
expresar ese sentimiento a través de las palabras que mister Kurtz pronunciaba
antes de morir en el relato “El corazón de las tinieblas”: ¡El horror! ¡El
horror!
En la obra de Conrad, el desconcierto provenía de las atrocidades
cometidas por los belgas en la colonización del Congo para sacar de su
primitivismo a los africanos. Como es conocido, el símbolo ha sido utilizado
después por el cine norteamericano para expresar otro desconcierto ante el
horror, el de los propios norteamericanos por lo que hicieron durante la Guerra
del Vietnam para tratar de frenar a los despiadados comunistas del
Vietcong.
Inmediatamente después de la masacre de Beslán, la presidencia
holandesa de la Unión Europea pidió explicaciones al Gobierno ruso por su
actuación, aunque luego tuvo que rectificar. A nadie puede extrañar la airada
reacción rusa: una cosa es que los ciudadanos de un país analicen la actuación
de sus dirigentes y la discutan y la critiquen, y otra que desde instancias
extranjeras se exijan aclaraciones al Gobierno legítimo de un Estado soberano
por lo ocurrido en su territorio y con su población.
¿Habrá que recordar
a los holandeses que a nadie se le ocurrió pedirles explicaciones cuando el
asesinato de Pym Fortuny, que alteró relevantemente el funcionamiento de la
democracia, al eliminar a un líder capaz de poner en cuestión la hegemonía de
los partidos políticos tradicionales?
Pero el mayor desconcierto se
manifiesta en quienes pretenden encontrar, si no una disculpa, sí una
justificación de la actuación de los terroristas en las culpas de Occidente. A
éstos hay que recordarles que no todo es lícito en la guerra y que ningún abuso,
ninguna situación por desesperada que sea justifica determinadas cosas, como
asesinar niños.
Además, tales atenuantes sólo se les aplican a los
terroristas, pero no a Occidente. Porque esas mismas personas no parecen
dispuestas a disculpar los abusos sobre prisioneros iraquíes recordando el 11 de
Septiembre y el sufrimiento del pueblo norteamericano por aquel
ataque.
Frente al terrorismo y sus víctimas sólo hay una postura ética:
la que refleja la “asombrosa máxima” del heterodoxo padre oratoniano
Laberthonnière, fallecido en 1932, que recoge Carl Schmitt en el apéndice
añadido después de la Segunda Guerra Mundial a su obra “Legalidad y
legitimidad”: “no comparo las víctimas, solamente comparo los
jueces”.
Treinta nepalíes asesinados no valen ni más ni menos que los
iraquíes salvajemente mutilados por los seguidores del clérigo chiíta rebelde Al
Sadr en el patio de la mezquita de Nayaf, ni que dos periodistas franceses o dos
cooperantes italianas. Tampoco son distintos que los miles de muertos inmolados
hace tres años en las Torres Gemelas de Nueva York, los cientos de asesinados en
Beslán, las decenas que fallecen en cualquier ataque terrorista suicida
palestino en Israel o los civiles usados por el ejército israelí como escudos
humanos.
Son aquellos que se nombran a sí mismos jueces y verdugos los
que han de ser comparados entre sí. Rusia se opuso a la invasión de Iraq, pero
en su cuenta de horrores se le apuntan las atrocidades cometidas para mantener a
Chechenia dentro de la Federación. Sin embargo, al menos de la mitad de los
terroristas de Beslán eran árabes y no chechenos.
Este galimatías sólo es
comprensible si se admite que la globalización no es causa sino excusa para el
fanatismo islamista, que siempre ha existido, aunque estuvo dormido durante los
siglos de decadencia musulmana y auge de Occidente. Excusa y cauce perfecto para
su resurgimiento en forma de terrorismo global, pues las técnicas que la
globalización occidental ha difundido por todo el mundo pueden ser usadas
también por quienes quieren destruir el espíritu que las ha creado.
No
cabe llamarse a engaño: aunque conflictos como el de Palestina y el de Chechenia
encontrasen una solución, aunque las tropas occidentales se retirasen del Iraq,
el terrorismo islamista seguiría golpeando a Occidente. Por eso combatir el
terrorismo internacional es hoy para Occidente una cuestión de pura
supervivencia.
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