Al juzgar a Mahdi por destrucción de bienes culturales, la CPI sienta precedente en el tema para futuros casos.
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Jueves, 05 de diciembre 2024
Al juzgar a Mahdi por destrucción de bienes culturales, la CPI sienta precedente en el tema para futuros casos.
Tombuctú es, en el imaginario colectivo, sinónimo de lugar remoto. Para algunos es incluso un sitio de ficción, como la Atlántida o Eldorado. Pero no: es una ciudad real, otrora capital de un poderoso imperio africano, y estuvo en las noticias en 2012, cuando grupos armados de Al Qaeda que ocupaban la ciudad iniciaron la destrucción de antiguas mezquitas y mausoleos islámicos, verdaderos tesoros del pueblo de Mali y patrimonio del arte mundial.
La noticia más reciente es que uno de los principales responsables de ese atropello está siendo juzgado por la Corte Penal Internacional (CPI). Ahmad al-Faqi al-Mahdi, que así se llama, ha reconocido haber incentivado el destrozo, en calidad de jefe de la “policía moral” islamista que patrullaba la urbe e imponía severos castigos a la población, desde la flagelación pública hasta la mutilación de extremidades a los “incorregibles”.
Hoy Mahdi, quien fue educado en Libia en una escuela coránica patrocinada por Arabia Saudita, se dice “arrepentido” e implora el perdón de los habitantes de la ciudad –“que me vean como un hijo que ha perdido el camino y acepten mis disculpas”–. Pero el daño a la herencia cultural del país africano –y de toda la humanidad– ya está hecho.
El juicio contra el yihadista tiene la singularidad de ser el primero en que una persona es juzgada específicamente por cometer crímenes contra el patrimonio. Cierto: pulverizar edificios y destrozar manuscritos milenarios no fue lo único que hizo como sheriff, pero la CPI ha decidido, al parecer, colocar un hito en el tema para futuros casos, vista la particular saña con que los terroristas de matriz islámica están arremetiendo contra las joyas culturales de los pueblos que tiranizan.
En adelante, el que caiga en manos de la justicia internacional ha de saber que no solo rendirá cuenta por las vidas que ha ultrajado, sino por los vestigios culturales que, con su acción, ha dañado irreparablemente.
La destrucción de monumentos, obras de arte o edificios de gran valor ha sido, en la historia de la humanidad, una constante. Mucho de este destrozo ha ocurrido durante episodios de guerra o durante la ocupación territorial. Todavía en la ciudad inglesa de Coventry viven algunos que padecieron la lluvia de fuego desatada por los aviones de Hitler en noviembre de 1940, los cuales destrozaron la catedral gótica de St. Michael (s. XIV-XV). Y así también han de quedar en la alemana Dresde algunos habitantes que corrieron por sus vidas durante los bombardeos aliados de febrero de 1945, que se llevaron por delante la Frauenkirche –la iglesia de Nuestra Señora–, un exquisito templo barroco cuya reconstrucción, casi desde los cimientos, finalizó en 2005.
Ahora bien, ninguno de los dos templos era –podría suponerse– el objetivo central de los atacantes. El propósito de los bombardeos era de índole militar: rendir al enemigo; no borrar de la faz de la tierra los símbolos del pasado del país.
Lo que sucede con el terrorismo de nuevo cuño es justo lo contrario: que sí carga contra los referentes culturales de los territorios ocupados. Ha ocurrido en la siria Palmira y en la iraquí Nimrod. Los militantes del Estado Islámico saben que hace milenios que en la región no queda nadie que adore a una divinidad alada y con cuerpo de toro, a los baales o a los dioses del panteón grecorromano, pero aun así la emprenden a martillazos contra sus representaciones en piedra o contra los antiguos edificios que las albergan.
¿Por qué el ensañamiento? Según explica a Swissinfo el profesor Marc-André Renold, de la Universidad de Ginebra, porque intentan barrer al enemigo no solo físicamente, sino a través de todo aquello que representa su cultura. Es, en palabras de la secretaria general de la UNESCO, Irina Bokova, el “genocidio cultural” al que los pueblos, por norma, se resisten, y el que los fundamentalistas necesitan para implantar su doctrina.
Es por ello que, aunque los egipcios actuales no creen, por ejemplo, ni en Osiris ni en el viaje del alma en una barca a través del Nilo hacia el lugar de los muertos, sí que continúan guardando un gran aprecio por esa cultura milenaria, por lo que, nos recuerda Renold, muchos formaron una gran cadena humana alrededor del Museo del Cairo en 2011 para evitar el saqueo de su patrimonio. De igual manera, los habitantes de Tombuctú se las arreglaron para esconder unos 400.000 manuscritos antiguos durante la ocupación yihadista.
Nada de lo anterior se hizo por la ira de los dioses egipcios, ni porque se levantara, en son de venganza, alguno de los cientos de profetas enterrados en la ciudad africana. Fue por amor a la propia historia y a la identidad como pueblo, que es lo que repugna a los fanáticos del Estado Islámico et al.
¿Qué vale más: las esculturas y los templos o las vidas humanas? Es el cuestionable dilema que algunos han planteado al observar que el proceso contra Mahdi no incluye explícitamente una acusación por los atropellos cometidos contra la población maliense durante el período de ocupación.
Según reporta el Chicago Tribune, habría más de 100 denuncias por violencia sexual y violación durante los 10 meses de terror que impusieron los yihadistas en el norte del país. El testimonio de 33 de estas víctimas fue debidamente registrado y compartido con los jueces de La Haya, pero la Corte no ha entrevistado –aún– a ninguna de las afectadas. La conclusión del diario es llana: “Destruir santuarios en Tombuctú es peor que cometer una violación”.
La prudencia aconseja, sin embargo, evitar afirmaciones tan tajantes en este tema. Una fuente de la fiscalía de la CPI ha explicado que la investigación es más amplia y que se halla “todavía en curso”. Los hechos que involucran a víctimas y victimarios, en ocasiones acontecidos fuera de la vista pública, demandan una pesquisa más exhaustiva que la que puede precisar la destrucción de patrimonio, atestiguada por muchos y no pocas veces grabada y publicada con entusiasmo en la web por los propios terroristas.
Por otra parte, la causa por atentado contra el legado artístico no tiene por qué anular la que eventualmente se abra al acusado por crímenes de otro tipo. En el sitio web Artsy, dedicado a la promoción de la cultura, el editor Isaac Kaplan apunta que Mahdi, al declararse culpable de crímenes de guerra, lo hace de un delito que incluye, de facto, tanto la muerte de civiles como la destrucción de los bienes artísticos, si bien cada una de estas acciones es juzgada en virtud de tratados diferentes (la segunda, por la Convención de La Haya de 1954 para la protección de la propiedad cultural en caso de conflictos armados).
Cabe, por tanto, no perder la paciencia en cuanto a los otros crímenes del yihadista y esperar que acabe lo que, según la CPI, está “en curso”. Lo que sí urge es reformar sin dilaciones la mencionada Convención, que ha quedado notablemente desfasada y ha sido superada por la realidad. De los que combaten en Siria, en Libia, en Iraq y en otros sitios asolados por el fanatismo, hay una parte –el Estado– que teóricamente queda obligada por el tratado, pero la otra no es ni Estado, ni ejército regular, ni sigue las reglas de la guerra. ¡Ya es, de hecho, difícil que los Estados las cumplan a rajatabla! –en Iraq, en 2003, soldados de EE.UU. realizaron pintadas y robaron ladrillos milenarios de la ciudad sumeria de Ur, la cuna de Abraham–, con lo que habrá que establecer algún mecanismo más efectivo y disuasorio para todos, sean actores legales o no.
El proceso contra Mahdi va justo en esa dirección, por lo que quienes piden respeto por la riqueza cultural de sus países, hoy en conflicto, pueden respirar con más alivio: nadie se irá de rositas por triturar “unas piedras viejas”. No puede triturarse la historia de los pueblos.
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