América, Economía y Sociedad

¿Deportaciones masivas en Estados Unidos?

Barack se lleva, con toda humildad, el récord de deportaciones con 2,5 millones de ilegales enviados al otro lado de la frontera. Ninguno de sus antecesores en la Casa Blanca había expulsado a tantos.

Deportar a 11 millones de indocumentados es la titánica tarea que se ha impuesto el presidente electo de EE.UU., Donald Trump. De tanto anunciarlo en campaña, puede parecer que el propio 20 de enero, minutos después de la asunción presidencial los aviones repletos de “sin papeles” empezarán a despegar con destino a México, Guatemala, Honduras, etc., en un one way interminable…

Pero no es tan sencillo. De hecho, al propio Obama no le ha sido fácil, aunque se ha empeñado en conseguirlo. Sí, porque, para escándalo de los que ven en el deslenguado Donald a la bestia negra de los inmigrantes del sur, habrá que decir que el carismático Barack se lleva, con toda humildad, el récord de deportaciones con 2,5 millones de ilegales enviados al otro lado de la frontera. Ninguno de sus antecesores en la Casa Blanca había expulsado a tantos.

Según señaló Obama en 2012, su política de expulsiones tenía un objetivo central: ir “a por los criminales, los pandilleros, las personas que dañan a la comunidad; no a por los estudiantes, ni a por quienes están aquí tratando de arreglárselas para alimentar a sus familias, y eso es lo que hemos hecho”.

Sin embargo, investigadores de la Universidad de Iowa, que han tenido acceso a informes del Departamento de Inmigración y Aduanas, refieren que en 2014 el 43,5% de quienes fueron deportados no tenían antecedentes delictivos de ningún tipo. Únicamente el 6,73% había estado relacionado de alguna forma con crímenes violentos. Según otras fuentes, un cuarto de los que en estos ocho años han sido devueltos a sus países de origen, son padres y madres detenidos en sus hogares.

De resultas, no pocas veces los hijos quedan atrás. Se calcula que entre 2011 y 2016 los servicios sociales se han hecho cargo de unos 15.000. Son miles de chicos que, sin el apoyo de los padres, pueden llegar a caer en el círculo de las pandillas, que les prometen afecto y sentido de pertenencia y que, sin el obstáculo de la familia, tienen más fácil reclutarlos.

La defensa de los inmigrantes, prioridad para la Iglesia

A diferencia del demócrata, que ha actuado discretamente –o al menos los medios no han querido prestarle demasiada atención en este asunto–, a Trump las formas lo pierden, por eso ha suscitado más alarma. Su retórica antiinmigrante ha puesto en guardia, entre otros, a la Iglesia católica, tradicional defensora de los trabajadores indocumentados en EE.UU. y que, además, cuenta en su composición con un alto porcentaje de feligreses de origen latino.

Como para vendar la herida antes de que sangre, un comunicado redactado por el obispo auxiliar de Seattle, Mons. Eusebio Elizondo, y suscrito por los prelados norteamericanos, en el que se felicita al republicano por su victoria electoral, expresa igualmente el deseo de aquellos de trabajar de conjunto con la administración “para promover el bien común” y “proteger a los más vulnerables entre nosotros”.

El texto pone énfasis particular en la necesidad vital de proteger a las familias: “Detrás de cada estadística hay una persona que es madre, padre, hijo, hija, hermana o hermano, y tiene dignidad como hijo de Dios. Oramos para que la nueva administración (…) reconozca la contribución de refugiados e inmigrantes a la prosperidad y el bienestar general de nuestro país”.

Otro que ha querido subrayar la urgencia de tratar el tema con delicadeza es el arzobispo de Los Ángeles, Mons. José H. Gómez, un convencido defensor de los derechos de los inmigrantes. El pasado 9 de diciembre publicó un artículo en Catholic News Service en el que reconocía la “profunda preocupación” que despertaban las deportaciones anunciadas por Trump, criticaba la falta de liderazgo en ambos partidos para acometer una reforma del quebrado sistema migratorio, y advertía contra la tentación de hacer de los indocumentados el chivo expiatorio de los problemas económicos y sociales del país.

El problema no son los ilegales, sino la desindustrialización y lo que esta provoca en la economía y la estructura familiar, precisó. “Esto no es un asunto exclusivo de la ‘clase trabajadora blanca’, como dicen los medios. Blancos, latinos, asiáticos, negros, todos están sufriendo la descomposición de la familia y el desvanecimiento de los trabajos bien pagados que hace posible el apoyo a la familia”.

Un detalle de interés respecto al prelado hispano es que apenas siete días después de la victoria de Trump fue elegido vicepresidente de la Conferencia de Obispos Católicos de EE.UU. (USCCB), un puesto cuyo curso natural es llevar al seleccionado, tres años después, a la presidencia de esa instancia. El vaticanista John Allen aprecia en ello una “poderosa declaración de prioridades” por parte de los obispos norteamericanos.

En línea con esas urgencias, el 19 de diciembre la USCCB anunció la creación de un grupo de trabajo encargado de ofrecer atención espiritual y pastoral, además de apoyo legal, a inmigrantes y refugiados. El cardenal Blase J. Cupich, de Chicago, ha señalado que el mecanismo respaldará a aquellos que sufren penurias económicas y a los “muchos que sienten temor y exclusión”. El grupo, que forjará “lazos constructivos” con el nuevo gobierno y con el Congreso, ayudará a la USCCB a preparar una respuesta a las órdenes ejecutivas que pueda dictar la Casa Blanca o las leyes en materia migratoria que vote el Capitolio.

La rebeldía de las “ciudades-santuario”

Otros que se alistan a poner palos en las ruedas de las deportaciones son los alcaldes de más de 500 ciudades y condados a lo largo de todo el territorio estadounidense. La estrategia para evitar las redadas irá por la vía de la no colaboración con las autoridades federales, en el entendido de que la policía local no está para hacer el trabajo de “la migra”.

Un artículo del New York Times refleja la negativa de los regidores de urbes de peso, como Nueva York, Boston, Filadelfia, Los Ángeles, San Francisco y Oakland, para no prestar apoyo a quien venga a por los indocumentados. El neoyorquino Bill de Blasio, por ejemplo, ha dado facilidades a los “sin papeles” para que se les brinden servicios legales a coste cero, mientras que Rahm Emanuel, de Chicago, ha declarado que su localidad “será siempre una ciudad-santuario” para inmigrantes.

Como estado, toda California ha ido incluso a más. En su gestión de la migración ilegal, Sacramento ha concedido licencias de conducción a los indocumentados, les ha ofrecido matrículas universitarias gratuitas y, por añadidura, licencias para que trabajen como abogados, arquitectos y enfermeros. En 2014, el Congreso estadual aprobó además limitar la cooperación de los condados californianos con funcionarios federales. Ahora, Libby Schaaf, alcaldesa de Oakland, anuncia que no utilizará los recursos de la ciudad “para aplicar algo que creemos injusto”, mientras que Eric Garcetti, de Los Ángeles, advierte que hará todo lo que pueda para paralizar las deportaciones.

Las consecuencias de la rebeldía, sin embargo, pasan por que Washington deje sin fondos federales a los “insurrectos”. Oakland, por ejemplo, se arriesga a perder 140 millones de dólares que financian sus programas de apoyo a personas sin techo, a escolares de bajos recursos y de refuerzo alimentario a los ancianos, mientras que la ciudad del cine vería un agujero de 500 millones en sus programas locales de salud y antiterrorismo.

Maquinaria oxidada

Ir cavando trincheras mientras se acerca el 20 de enero puede ser saludable, aunque quizás no haya que sobredimensionar las capacidades reales que tendría el nuevo ejecutivo para llevar las deportaciones a niveles superiores a lo alcanzado por Obama. La maquinaria de control de la inmigración está bastante oxidada: no cuenta con suficientes funcionarios y los casos se amontonan y demoran meses o años en los tribunales de inmigración.

Quizás por ello, consciente de lo aparatoso de sus propuestas, Trump se apresuró a decir, poco después de su triunfo, que no deportaría a 11 millones, sino “solo” a dos o tres millones con antecedentes criminales. Pero un artículo de The Guardian señala que incluso esa cifra sería difícil de alcanzar… ¡porque no hay tantos indocumentados delincuentes! En ausencia de datos oficiales, el Migration Policy Institute calcula que los infractores serían unos 820.000. O sea, el 27% del total de “tres millones” (y el 7,45% de los 11 millones originales).

No obstante, si el objetivo se mantuviera, habría que crear nuevas figuras delictivas o redefinir algunas de las existentes; bajar el listón, en esencia, para que se pudiera colar a muchos más en el avión de vuelta a casa. Solo que esto dejaría, indudablemente, una huella negativa en el sistema de derechos del que presume una sociedad democrática como EE.UU.

Por otra parte, no hay que olvidar que en este tema, los políticos no tienen por qué actuar monolíticamente según el color del partido. En unos estados más que en otros, pero con seguridad en todos, la mano de obra inmigrante es vital para la buena salud de la economía. La escena de una multitud peleándose por las últimas verduras en un supermercado o la evaporación del hotdog de un comensal, tras la desaparición misteriosa de millones de hispanos que trabajan en estos sectores, no pasa de ser una graciosa hipérbole cinematográfica (ver abajo), pero sí que ilustra hasta qué punto son necesarios los inmigrantes del sur. No hay que descartar, por tanto, que algunos en el Capitolio traten de echarle el freno en esto al presidente.
 

aceprensa

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