Asia-Pacífico, Economía y Sociedad

Sangre goteando desde el WhatsApp

Dos turbamultas han acabado con la vida de siete personas en la India.


Sucedió en aldeas del oriental estado de Jharkhand, uno de los más pobres del país: hacía días que por el WhatsApp circulaban informaciones falsas sobre dos secuestradores de niños, por lo que grupos de pobladores, autoinvestidos de toda potestad sobre la vida y la muerte, la emprendieron a golpes contra unos jóvenes que pasaban por allí. Y a golpes los mataron.

Lo curioso es que, según informó una fuente policial, en esa zona no se había reportado ni un solo caso de secuestro de menores. No obstante, antes de liarse mucho y hacer un conteo en casa para ver si había alguien ausente, la gente prefirió salir con el garrote y hundírselo en el cráneo a cualquiera de apariencia extraña, como los asesinados, que no eran nativos de los contornos.

Otra autoridad local dijo que, desde que el rumor empezó a correr, los vecinos habían comenzado a patrullar por su cuenta las calles de sus localidades. Y un dato más: “Como muchos de ellos son iletrados, no pueden diferenciar una noticia falsa de una auténtica”. La brutal ejecución es, pues, el resultado de un cóctel explosivo: dispositivos con acceso a las redes y personas con dificultad para discriminar la información a la que aquellos les dan acceso.

Una situación como la anterior, por supuesto, puede replicarse. En la India hay ahora mismo 200 millones de personas con acceso al WhatsApp, no todas debidamente instruidas para oler el tufo del engaño en las redes. Según el CIA World Factbook, el nivel de alfabetizados en el país alcanza al 71% de la población, con lo que es de imaginar que hay cerca de un 30% que no diferenciarían una S de una lombriz, y bastantes más que, aunque escolarizados, no tendrían las herramientas necesarias para procesar adecuadamente la información que cualquiera cuelga en Internet, esa ingeniosa red de la que Lincoln, allá por el siglo XIX, dijo: “No te creas todo lo que leas en Internet solo porque haya una foto con una frase al lado”. (¿Que Lincoln no pudo decirlo? ¡Pero si me llegó por el WhatsApp!)

Los bulos pasan así, de teléfono a teléfono, exprimiendo los lagrimales de los usuarios con cursilerías, provocando iras o suscitando gestos de compasión, como los logrados por el que tuiteó días atrás la imagen de un niño pequeño junto con el enunciado “¡Por favor, que todo el mundo haga ‘retuit’ de esto, necesito ayuda! Es mi pequeño hermano Frank. Fuimos al concierto esta noche en Manchester y ahora no le puedo encontrar”. Fue retuiteado unas 18.000 veces, para luego saberse que ese niño jamás había puesto un pie en el Manchester Arena. O el vídeo de un supuesto musulmán que se lía a golpes con un doctor en un ambulatorio español, una escena ideal para sacarnos una condena moral al “extranjero ingrato”, pero que en realidad ocurrió en un centro médico de Rusia, y no hay que suponer que el sujeto fuera necesariamente musulmán.

Con la información que circula por el WhatsApp y las redes sociales sucede como con el automóvil. A finales del siglo XIX, los coches invadieron las calles de las ciudades antes de que a las autoridades se les ocurriera regular su tránsito. Para cuando apareció el primer STOP, ya algunos se habían empotrado en muros cercanos a las vías o dejado a su paso varios peatones fallecidos. Hoy son Facebook, propietario de WhatsApp, y Google quienes, algo tardíamente, maniobran para colocarles un STOP a los bulos, que van a una velocidad infinitamente mayor que los fotingos de antaño y que, coincidentemente, como ocurrió en la India, también pueden dejar víctimas a su paso.

Se agradece, desde luego, que se creen herramientas para marcar una información como dudosa cuando así se detecte. Sin embargo, humanos y limitados como somos, es de esperar que el filtro de la subjetividad deje pasar bastantes impurezas. Una criba “al final del camino”, a un paso del destinatario final, no debería sustituir el filtro primario: el de la persona receptora, cuya capacidad de discernimiento debe consolidarse no solo a través de la instrucción académica, sino de la exploración y el estudio personal. Porque leer sabemos casi todos, pero saber lo que estamos leyendo, tomar nota de la credibilidad de la fuente, paladearlo antes de decidir si tragarlo o desecharlo, no todos.

Vale la pena, pues, detenerse unos minutos antes de compartir cualquier ocurrente y colorida frase “del Papa Francisco” o informaciones “exclusivas” y con gancho de sitios que no conoce ni el Tato. El diablo no duerme, y en la web, aun menos. © aceprensa

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