A principios de septiembre, un reportaje de la Deutsche Welle describía con amplitud el accionar de las maras (pandillas) centroamericanas en EE.UU., donde están presentes ya en unos 40 estados.
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Martes, 08 de octubre 2024
A principios de septiembre, un reportaje de la Deutsche Welle describía con amplitud el accionar de las maras (pandillas) centroamericanas en EE.UU., donde están presentes ya en unos 40 estados.
Allí atacan principalmente a miembros de la comunidad latina y reclutan bajo coacción a chicos que, en muchos casos, han salido huyendo de Centroamérica precisamente por causa de la violencia de estos grupos.
Según la cadena alemana, el incremento de los hechos delictivos de esas pandillas en EE.UU. tiene una explicación: que en casa, particularmente en El Salvador, les están apretando las tuercas y lo tienen más difícil. El gobierno del presidente Salvador Sánchez Cerén (FMLN, izquierda) ha puesto en práctica un conjunto de medidas de seguridad que, al contrario de la estrategia de concesiones extremas de su predecesor –el también “efemelenista” Mauricio Funes, hoy exiliado en Nicaragua–, ha apostado por reforzar la acción policial y del ejército contra esos grupos. Una vuelta a la política de “mano dura” ejercida por gobiernos del ahora opositor partido ARENA (derecha), pero con algunos matices.
La tregua a la que se acogieron las maras (pandillas) salvadoreñas en 2012, bajo mandato de Funes, a día de hoy es historia. En aquel momento, el gobierno favoreció –cuando no acordó directamente– que las fuerzas de seguridad y las autoridades penitenciarias dieran un respiro a los mareros a cambio de que estos disminuyeran la tasa de homicidios de 70,3 asesinados por cada 100.000 habitantes en 2011, números que “encumbraban” a El Salvador entre los sitios más peligrosos del planeta.
Aquella tregua, que redujo la tasa a “solo” 41,5 asesinados y que contó con el visto bueno de la ONU y la OEA, se vino abajo, sin embargo, en cuanto tomó el poder el presidente Sánchez Cerén. ¿Enemigo de la paz social? Quizás sería mejor decir que no apartó la vista del problema. Y es que aunque las cifras oficiales mostraron un descenso brusco de los asesinatos, según un documento de la Fiscalía General de la República, lo que había era una orden expresa de los líderes de las bandas para “no dejar a la vista a las personas a las cuales, por ser pandilleros rivales o personas con problemas con las pandillas, tuviera que dárseles muerte”. De este modo, aunque “bajó” el número de víctimas mortales, aumentó significativamente el de personas desaparecidas.
Por otra parte, algo que suscitaba el malestar público eran las escandalosas prebendas obtenidas por los pandilleros encarcelados, razón por la que el mandatario decidió cambiar su política de seguridad.
Según un sondeo efectuado en 2013 por la Universidad Tecnológica de El Salvador, la población salvadoreña no se percibía a sí misma como la gran favorecida del pacto con las maras. A la pregunta “¿Quién es el beneficiado con la tregua de las pandillas?”, el 47% respondió que los miembros de las bandas, apenas un 16% dijo que la población, y un 13,3%, que el gobierno.
Que las maras fueron las más agraciadas se constata en las condiciones de las que comenzaron a gozar sus líderes en las cárceles. Entre los privilegios que les llegaron con la tregua, el sitio web noticioso elsalvador.com enumera la organización de fiestas en los penales (con prostitutas incluidas), la instalación de Internet y el uso de las redes sociales (se habrían introducido cientos de móviles en las cárceles), la ausencia de restricciones en el régimen de visitas y la presunta entrega de dinero público a los jerarcas. Por supuesto, lo más relevante fue que trasladaron a estos últimos a penales de régimen más abierto, quizás justo lo que necesitaban para coordinar mejor las acciones de sus grupos en la calle.
“Hay una gran confusión –explicaba a Aceprensa en 2015 el director ejecutivo de la Fundación Antidroga, Jaime Zablah Siri–. La población está de acuerdo en que algo hay que hacer, en que hay que trabajar en la rehabilitación y la reinserción de los pandilleros, pero rechaza que estos tengan privilegios y opina que se ha actuado de modo equivocado. Hay pandilleros presos que tienen visitas íntimas, pero a veces hasta dos o tres a la semana. Los pasan a prisiones de menor seguridad, los sacan a entrevistas periodísticas, entonces la población se asombra. Se sabe que hay que evitar que las pandillas se fortalezcan, pero no lo vemos”.
Lo que sí pudo verse fue una revigorización de las bandas criminales. Es la tesis del fiscal general, Douglas Meléndez, para quien el relajamiento de la presión sobre los mareros entre 2012 y 2014 permitió que las pandillas se fortalecieran. No está de acuerdo con esto uno de los principales mediadores de la tregua, el exlíder guerrillero Raúl Mijango: según expresó a un medio de prensa local, “haber hecho fracasar el proceso de paz [fue] lo que llevó a las pandillas a adoptar esa lógica de guerra”.
Sea cual hubiera sido el resorte, el hecho es que en septiembre de 2015 el número mensual de asesinados en el pequeño país centroamericano experimentó un récord al sobrepasar los 900, según datos policiales citados por The Economist. Después de eso, para poder encontrar la cifra más pequeña hay que revisar la de febrero de 2017, en la que hubo “únicamente” unas 220 víctimas. De entonces para acá ha vuelto a subir, aunque no a los niveles antes citados.
El tema de la tregua tuvo titulares muy destacados hace apenas unas semanas, mientras se celebraba un juicio contra casi una veintena de personas entre las que, además de Raúl Mijango, figuraban antiguos directores de prisiones, policías y otros funcionarios. La Fiscalía General se querelló contra ellos por presunto tráfico de objetos prohibidos en las cárceles (todo lo que fue a parar a las manos de los pandilleros), asociación ilícita, falsificación de documentos y abandono del cargo.
Según este criterio, los acusados habrían venido a ser la cara visible de la claudicación del Estado ante el crimen. Como encargados de traducir la tregua en hechos, habrían sido los responsables directos de muchas de las concesiones. Sin embargo, la sentencia que llegó a finales de agosto los exoneró a todos.
Si las dádivas inmerecidas a los delincuentes no han sido la solución, tampoco parece serlo la represión como método único. En agosto de 2015, por ejemplo, el Tribunal Supremo declaró que las pandillas Mara Salvatrucha y Mara 18 eran organizaciones terroristas. Y por supuesto, como con terroristas no se negocia, algunas ONG que estaban gestionando la inserción laboral de miembros de las bandas dieron marcha atrás, por miedo a consecuencias penales. De igual modo, The Economist reporta que un plan para entregar dinero a los pandilleros que se salgan, ha estado paralizado durante siete años. Pero pensar que personas que han hecho del narcomenudeo y la extorsión un modus vivendi van abandonar el crimen sin un mínimo incentivo económico que les ayude a recomenzar, es como creer que la nieve arde.
En este momento, sin embargo, la criminalidad ha descendido en un 50% respecto a los momentos que siguieron inmediatamente a la ruptura de la tregua. Lo ha hecho, al parecer, gracias a un paquete de medidas extraordinarias implementadas por el gobierno desde 2016, que incluye el despliegue de miembros del ejército para apoyar la labor policial y el corte de comunicaciones en las áreas donde están ubicadas las cárceles. Ya anteriormente las autoridades habían devuelto a penales de máxima seguridad a los sujetos más peligrosos.
“Los peores problemas suelen darse ahora en los cantones y en las montañas, adonde las maras se han replegado por los operativos policiales”, nos cuenta un periodista de un medio acreditado en el país centroamericano. “Le han cortado el agua y la luz a la mara, y esta, acorralada, reacciona como sabe: matando. Mi percepción, sin embargo, es que la cosa es peor en Guatemala y Honduras. Aquí hay una estrategia de gobierno; en otros lados, pura represión y corrupción”.
La estrategia alternativa a la “pura represión” pudiera verse, por ejemplo, en el plan gubernamental de crear 15.000 puestos de trabajo para los jóvenes, de reparar más de 700 escuelas (y trabajar en el regreso a ellas de quienes las han abandonado antes de tiempo), de brindar atención a unas 5.000 víctimas de la violencia y de movilizar a unos 10.000 reos para que efectúen labores de servicio público. Asimismo, para eliminar el hacinamiento carcelario, el gobierno propuso que se cambiara de régimen o se liberara a convictos de edad avanzada o que padecieran enfermedades crónicas, y habilitó otras instalaciones a donde trasladar reclusos. Respecto al personal encargado de los penales, pende sobre ellos la espada de la suspensión o la destitución si vulneran las normas y propician desmadres como los narrados más arriba.
Para ilustrar cómo va funcionando el plan en San Salvador, veamos un fragmento de una noticia muy reciente de la web de la Presidencia: “En el mes de agosto recién pasado, la ciudad capital tuvo 22 días con cero homicidios. Y durante los seis días de las tradicionales festividades en honor al Divino Salvador del Mundo se registró un homicidio”.
Parece que sí, que hay avances. Pero que 22 días sin asesinatos sean noticia, dice mucho de cuánto queda por trabajar aún. / aceprensa
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