Economía y Sociedad

Las políticas contra inmigrantes no son patrimonio exclusivo de algunos países ricos

Trump enfada, sí. Pero también Ortega, y Modi, y Kenyatta, y…

Un presidente decide dejar sin amparo a un buen número de refugiados somalíes. Contra la orden gubernamental, un juez emite su dictamen: el mandatario tiene que dar marcha atrás en su propósito y dejar tranquilos a los refugiados. Y el nombre del presidente es…

Sorpresa: no es Donald Trump. Se trata del jefe de Estado de Kenia, Uhuru Kenyatta, que decretó el cierre del campo de refugiados de Dadaab, albergue de unos 300.000 civiles somalíes que han escapado de la violencia en su país. De hecho, la guerra y el terrorismo se hallan tan cómodamente instalados en Somalia ya por tanto tiempo, que muchos de los que iban a ser afectados por el cierre del campamento han nacido no allá, sino en suelo keniano.

Según el Wall Street Journal, el juez que le paró los pies a Kenyatta, John Mativo, sentenció que la orden del gobierno estaba enfilada a perjudicar específicamente a los refugiados somalíes y era “un acto de persecución colectiva, ilegal, discriminatoria y profundamente constitucional”.

Coincidentemente, son esos los adjetivos que han estado sobrevolando al reciente veto migratorio de Trump a los inmigrantes de siete países de mayoría musulmana. Pero si de los países ricos es bastante corriente leer noticias sobre sus límites a la inmigración del sur, lo singular en el caso que nos ocupa es que no es una nación del Primer Mundo la que le muestra los dientes a los refugiados, sino una de su propio vecindario, ergo, una que se supondría más amable.

Tampoco estaba Trump en la Casa Blanca cuando, en septiembre de 2016, todos los países miembros de la ONU consensuaron el documento final de la Cumbre sobre Refugiados y Migrantes, en el que se comprometían a velar por los derechos y la vida de estas personas, y a hallarles un espacio a todos aquellos refugiados así identificados por la ACNUR. Kenia estaba entre “todos los países miembros”, y los somalíes del campo de Dabaad, más que identificados como gente que había huido del terror de Al Shabab.

“El club de los hipócritas”

Pues sí, no solo en el norte pasan el cerrojo. Se puede echar un vistazo, por ejemplo, a la India. Allí, el primer ministro Narendra Modi ha llegado a decir a los inmigrantes de Bangladesh –y no solo a los recién llegados, sino a los que llevan medio siglo allí– que tengan preparadas las maletas, porque en cualquier momento se largan.

El diario Hindustan Times explica que las autoridades indias no han sido precisamente corteses con los bengalíes, a quienes se refieren como “inflitrados”, y de los que han matado a 68 en los últimos cuatro años, cuando intentaban cruzar la frontera. De muros, mejor ni hablar: la India tiene casi completa (al 82%) su valla, trazada sobre la línea divisoria con Bangladesh a lo largo de 3.326 kilómetros. Y no es una idea solo del partido gobernante –el hinduista BPJ–, sino que todas las fuerzas parlamentarias lo apoyan.

Pero no es solo la India. Un reciente análisis de The Economist, bastante fuerte en su titular, “The hypocrites’ club” (“El club de los hipócritas”), hace un repaso por los gestos de que han sido capaces algunos integrantes del mundo en desarrollo.

Según recuerda la publicación británica, Pakistán está ahora mismo empecinado en deportar a decenas de miles de afganos, pese a que muchos llevan décadas en el país, y a que una de las condiciones para el regreso de los refugiados a sus sitios de origen es que hayan cesado las causas por las que debieron huir, y hoy, en Afganistán, todavía el virus de los talibán sigue llevándose inocentes a la tumba.

En África, entretanto, Gabón y Guinea Ecuatorial efectúan periódicamente redadas para capturar inmigrantes –mayormente centroafricanos, pero también cameruneses– y expulsarlos del territorio. Se trata de personas pobres que llegan con deseos de trabajar, atraídos por la pujanza petrolera de ambos países, y que también ahí se topan con muros invisibles, pero efectivos.

Sobre esta cerrazón africana –también se menciona el caso de Sudán del Sur, que debió revocar una ley contra los trabajadores extranjeros, porque perjudicaría al país– The Economist hace una invitación a esas naciones: observar el éxito que los asiáticos expulsados de Kenia y Uganda en 1970 cosecharon en el Reino Unido. “Los migrantes llevan dinamismo e ideas frescas a los países de ingresos bajos y medios, tanto como lo han hecho a los países ricos”.

Los dos deudores

La ojeriza del presidente de Kenia a los refugiados somalíes trae a la memoria la parábola evangélica de los dos deudores: aquel que debe mucho y que acaba siendo perdonado, no reproduce el gesto de compasión, sino que comienza a apretarle el pescuezo a su propio deudor.

Viene a cuento porque los kenianos también se han visto en trances semejantes. En mayo de 2015, el diario local The Daily Nation se hacía eco del regreso de varios de sus connacionales que habían buscado refugio en la vecina Uganda tras la violencia que se desató en Kenia en 2007-2008 por una disputa electoral. Huyeron unos 6.500 kenianos. Y se les protegió, no se les clausuró el campamento…

Pero estos olvidos suceden. En América Latina, para cerrar el círculo, hay casos comprobados. Uno es el de República Dominicana. En días pasados, la senadora del estado de Nueva York Marisol Alcántara, de origen dominicano, tildó de racistas y falsas –y probablemente tenía razón– unas declaraciones que hizo en 2006 el actual fiscal general de EE.UU., Jeff Sessions, quien soltó que “en lo fundamental, casi nadie que viene de la República Dominicana a EE.UU. lo hace por tener una habilidad demostrable que nos beneficiaría y que indicaría su probable éxito en nuestra sociedad”.

¿Censurable? Por supuesto, aunque no menos que la política del gobierno dominicano hacia los pobladores de raíces haitianas que viven en la parte oriental de La Española, a quienes Santo Domingo ha negado la adquisición de la nacionalidad dominicana, pese a que muchos han nacido allí, lo mismo que Juan Luis Guerra o Juan Bosch. En cuanto a expulsiones “en caliente” de los que cruzan, todo sigue igual…, aunque con menos ruido que las de Melilla.

Y un caso más: el de Nicaragua, condominio de los Ortega-Murillo. En noviembre de 2015, el gobierno obstaculizó –porrazo y gas lacrimógeno mediante– el tránsito por su territorio de cientos de inmigrantes cubanos hacia EE.UU., y reclamó que Washington dejara de acoger a los isleños que emprendían el arriesgado trayecto centroamericano. Poco ha hecho la dinastía sandinista, sin embargo, para impedir el paso de miles y miles de sus propios ciudadanos hacia la vecina –y “antipática”– Costa Rica, hogar de más de 300.000 nicas, que constituyen el 78% de la población inmigrante en ese país. Alguna vez, incluso, Managua ha acusado a San José de xenofobia contra los suyos allí.

Está visto: en un mundo de dobles raseros, los pequeños o los menos poderosos demandan respeto, pero algunos tienen asignaturas pendientes para con sus iguales. Trump enfada, sí. Pero también Ortega, y Modi, y Kenyatta, y…

/ aceprensa

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