Solemos usar la metáfora “reliquia” cuando nos referimos a una institución que ya no tiene vigencia. Si es sólo la caducidad lo que se objeta, más apropiada es la palabra “antigualla”.
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Lunes, 16 de junio 2025
Solemos usar la metáfora “reliquia” cuando nos referimos a una institución que ya no tiene vigencia. Si es sólo la caducidad lo que se objeta, más apropiada es la palabra “antigualla”.
La idea de “reliquia” contiene dos aspectos, sólo uno de los cuales es la falta de vida. El otro es la veneración que se le profesa a ese cuerpo sin vigencia. De allí que “reliquia” sea quizá una metáfora altamente apropiada para el Consejo de Seguridad de la ONU, organismo que todos los gobiernos piden reformar y que sigue siendo tan intocable como inactual.
El Consejo de Seguridad fue inventado para preservar la paz y la seguridad internacional: tanto para prevenir su alteración como para restaurarla en caso de no ser posible lo primero. Como lo acabamos de comprobar en relación con Siria, ni una cosa ni la otra han sido posibles. Lo habíamos visto ya en Ruanda o en Darfur, por ejemplo, donde las resoluciones fueron inútiles durante mucho tiempo, mientras morían incontables personas. La amplia panoplia de armas con que cuenta ese órgano -resoluciones amenazantes, aplicación de sanciones, uso de la fuerza y misiones de mantenimiento de la paz con “cascos azules”- no ha podido prevenir masacres ni castigarlas a tiempo.
En esos casos, se trata de la incapacidad del Consejo de Seguridad para responder con eficacia a alteraciones de la paz y la seguridad provocadas por los países miembros de la ONU. Pero los propios miembros permanentes del Consejo de Seguridad -Estados Unidos, Rusia, China, el Reino Unido y Francia- han actuado o actúan de tanto en tanto al margen de las reglas de juego de la institución. En algunos casos puede interpretarse que era mejor eso que no hacer nada, mientras que en otros es difícil encontrar justificación. Lo sustancial, para el análisis, es que sus propios jefes han actuado al margen del Consejo de Seguridad, ya sea porque no lo respetan o porque es incapaz de cumplir la misión encomendada.
No es difícil llegar a conclusiones inmediatas sobre las numerosas violaciones de la Carta y, por tanto, de la misión del Consejo de Seguridad perpetrada por Moscú durante el comunismo soviético o la China del Partido Comunista, especialmente en el período maoísta. Más compleja es la discusión sobre Estados Unidos y sus intervenciones militares a espaldas del Consejo de Seguridad. Una enumeración rápida es en sí misma una impugnación contra la eficacia del Consejo de Seguridad: Vietnam, Granada, Panamá, Kosovo, Irak (2003), Libia. Para no hablar de intervenciones indirectas, que han sido varias.
En algunos casos, las intervenciones se dieron para impedir la propagación del comunismo, que era una amenaza para la paz en sí mismo, y en otras, como en Libia en 2011, existió una autorización sólo parcial del Consejo de Seguridad (se autorizó el uso de la fuerza para detener la masacre, no para cambiar al régimen de Gaddafi). Pero es indiscutible que tuvieron lugar sin respaldo cabal del Consejo de Seguridad. En la medida en que la Carta de la ONU sólo permite actuar al margen de esa instancia en defensa propia o en defensa de un tercero que sea parte de un alianza militar (como la OTAN), dichas intervenciones violaron la letra del Derecho Internacional.
Actuar en contra del Derecho Internacional sólo puede justificarse si ese cuerpo jurídico, y en este caso el órgano que lo encarna para efectos de la preservación de la paz y la seguridad, está mal hecho o mal aplicado. Si el derrocamiento de Gaddafi evitó un mal mayor, quiere decir que el Consejo de Seguridad obró mal al otorgar a la intervención militar un propósito tan limitado que tres de sus miembros permanentes -Estados Unidos, Francia y el Reino Unido- tuvieron que excederse en el cumplimiento del mandato. Un sistema que es irrespetado por sus miembros tanto cuando tienen razón como cuando no la tienen es cualquier cosa menos eficaz.
¿Para qué se creó el Consejo de Seguridad? Esencialmente por razones de eficiencia, lo cual en ese momento, con los rescoldos de la Segunda Guerra Mundial todavía al rojo vivo, quería decir: para actuar con una rapidez que la Sociedad de las Naciones, antecedente de la ONU, nunca tuvo. No era un tema académico: a la falta de respuesta rápida y eficaz por parte del mecanismo de seguridad internacional se atribuía el hecho de no haber podido evitar la Segunda Guerra Mundial. El propósito era que la “seguridad colectiva”, concepto de paz sistemática nacido en la Europa del siglo XVIII que había cristalizado en la conciencia política a raíz de la carnicería de la Primera Guerra Mundial, pudiera aplicarse, ahora sí, con prontitud y resultados.
Casi 70 años después de creado, puede decirse que el Consejo de Seguridad no ha cumplido ese objetivo. Es cierto que no ha habido una Tercera Guerra Mundial, pero ello se ha debido al poderoso efecto disuasorio de las armas nucleares mucho más que a un consenso sobre seguridad colectiva por parte de los cinco miembros permanentes. En cambio, guerras regionales o focalizadas, las ha habido a montones y las sigue habiendo. Por definición, no son prevenidas a tiempo; por el número de muertos y el grado de devastación, está claro que no son castigadas con prontitud; por la periodicidad con que surgen conflictos que hieren la paz y la seguridad, es obvio que los castigos no tienen un efecto ejemplarizador.
Los miembros permanentes no comparten unos mismos valores ni una idea común acerca de la relación entre fines y medios. La pugna entre Estados Unidos y Rusia en torno a Siria es sólo el último episodio de esa disonancia. La división ideológica y moral ha marcado la mayor parte de los conflictos que han sido tratados en el Consejo de Seguridad. Recordemos que la intervención de la OTAN contra Serbia en defensa de Kosovo se tuvo que producir al margen del Consejo de Seguridad porque Rusia, aliado de Milosevic, se oponía. Precisamente por esta falta de consenso se ha tenido que buscar de tanto en tanto fórmulas para estirar la liga de la Carta de la ONU, es decir, para encontrar vías de actuación que permitan eludir el veto al que tienen derecho los miembros permanentes.
Un caso reciente es el de la “responsabilidad de proteger”, concepto surgido tras la intervención en Serbia y la polémica resultante sobre la “intervención humanitaria”. El desenlace de ese gran debate internacional fue que la ONU discutió y aprobó en 2005 el concepto de “responsabilidad de proteger” (que se aplica, según esta organización, en casos de “crímenes atroces masivos”). Sin embargo, lo aprobado no tiene fuerza de ley ni altera la Carta de la ONU. Desde el punto de vista del Derecho Internacional, sigue siendo necesario que el Consejo de Seguridad apruebe el uso de la fuerza, es decir, que ninguno de los cinco miembros lo vete. Desde luego, el veto no siempre es ineficaz: a veces es un freno saludable a lo que de otro modo sería la tentación de manejar el mundo al antojo de los poderosos. Pero ha sido en muchas ocasiones una causa de parálisis, al menos en relación con el cumplimiento del mandato puntual de este órgano de la ONU.
El mundo de 2013 no es el de 1945. El Consejo de Seguridad fue concebido por las cinco potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial. A lo largo de estos años, ellos han representado el 60 por ciento del gasto militar en el mundo (Japón superó a Francia hace poco por primera vez) y se han repartido, en distinto grado, el rol de gendarmes. Pero mientras eso ocurría, otros países, especialmente los dos grandes derrotados de la guerra, Japón y Alemania, se volvieron potencias y un grupo adicional surgió como actor económico de peso (el Sudeste Asiático). Más recientemente, otros países (India, el segundo más poblado, y Brasil, el quinto en territorio) proyectaron su figura “emergente” en el mundo.
El Consejo de Seguridad, tomándose al pie de la letra las enseñanzas bíblicas de que no hay que poner vino nuevo en odres viejos ni remiendo de paño nuevo en vestido viejo, prefirió no adaptarse a estos cambios. Surgieron voces pidiendo modificar un esquema que refleja el mundo desfasado de 1945. Alemania y Japón fueron los primeros en reclamar asiento en la mesa de los permanentes. Luego otros, especialmente India y Brasil, hicieron lo propio. Más tarde, las regiones geográficas pidieron mayor representación en el grupo de los no permanentes, esos 10 asientos rotativos que los distintos países elegidos ocupan por dos años. América Latina y el Caribe, que sólo tienen dos asientos, en este momento ocupados por Argentina y Guatemala sin pena ni gloria, llevan años pidiendo una ampliación de su cupo.
De tanto en tanto los miembros no permanentes tienen un papel más o menos descollante en una crisis. Lo tuvo España, al apoyar a Estados Unidos durante la ocupación de Irak, y lo tuvieron Chile y México, negándose a respaldar esa misma intervención. Pero su influencia es simbólica, pues basta que uno de los cinco miembros permanentes vete una resolución para que no se apruebe.
¿Qué hacer? Ha habido intentos de reforma, ninguno decisivo hasta ahora. La más importante ha sido la ampliación del número de miembros no permanentes (pasó de seis a 10), ocurrida en 1965. Otros cambios: el hecho de que el asiento chino pasara de manos nacionalistas a manos comunistas tras la huida de Chiang Kai-shek a Taiwán y el asiento de la URSS quedara en manos de Rusia tras el desplome soviético. En 1992, el secretario general de la ONU, recogiendo el sentir general, convocó un esfuerzo de reforma integral, formando un grupo de trabajo. Veintiún años después, la conclusión es que no ha pasado nada.
La propia reforma tantas veces invocada por numerosos países y nunca practicada es, ella misma, un reflejo de las profundas divisiones políticas y morales entre las potencias del Consejo de Seguridad, y a veces simplemente de sus alianzas o enemistades más o menos coyunturales. Así, Francia ha respaldado a Alemania como candidato a miembro permanente, cosa que no le gusta tanto a Estados Unidos. Estados Unidos ha respaldado a Japón, cosa que no agrada a China, y a India, lo que a Beijing tampoco le hace gracia. Rusia, a su vez, ha apoyado a Brasil, pero Estados Unidos, consciente de la distancia que la política exterior brasileña pone desde hace décadas frente a Washington, no se siente nada cómodo con eso (cuando Lula da Silva coqueteaba con Irán, lo último que podía esperarse era que Estados Unidos premiara su conducta). Y así sucesivamente.
Por ahora, las posibilidades de una reforma son inexistentes. Me refiero a una reforma real, es decir, del poder de veto de los cinco ganadores de la Segunda Guerra Mundial, del número de quienes pueden usar ese instrumento y del cupo de los miembros no permanentes. Basta ver la frecuencia con que se ha usado el veto (en las primeras décadas la URSS fue el gran vetador, en las más recientes lo ha sido Estados Unidos) para entender que cuando reformar el poder depende de quienes lo ejercen, las cosas suceden a ritmo geológico.
Artículo publicado originalmente en La Tercera
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