Murió Emilio. La noticia me llega por la voz emocionada de Alberto Di Cio a mi casilla de whats upp. Cuesta creerlo. Para los cinéfilos como yo, los superhéroes no mueren. Y para mí Emilio lo era, como lo fue para toda una generación de abogados que creció a su sombra, aunque la práctica de la abogacía fuera, claro, sólo un punto más en la rica historia que tejió.
Fui un testigo privilegiado de esta parte de su vida profesional, al integrar el Estudio Cárdenas que él fundó (al principio, Cárdenas, Hope & Otero Monsegur), luego de sus inicios en Beccar Varela y de su breve paso junto a Klein y Mairal. Pero, sobre todo, como socio a partir de la fusión con el notable académico Juan Carlos Cassagne, en Cárdenas & Cassagne, un estudio emblemático del Buenos Aires de los años noventa. Era el tiempo en que llovía la inversión extranjera y las oficinas de la calle Corrientes no daban abasto para contener a potenciales clientes de cualquier parte del mundo.
En ese contexto, el “Negro Cárdenas” era una locomotora. Tenía un vigor intelectual y una capacidad de trabajo inagotable. Dotado de un fuerte temperamento, sus convicciones irreductibles y su espíritu profundo daban la talla de una dimensión humana y moral tan robusta como su contextura física.
Vestía con una elegancia clásica. Habitualmente, cuando no usaba el traje gris oscuro, llevaba un blazer azul que le sentaba bien a su nutrida cabellera blanca, usaba camisa también blanca, corbata oscura, pantalón negro, medias azules y calzaba mocasines Guido color guinda o marrón. Y el infaltable pañuelo blanco coronado en tres puntas sobre el bolsillo superior. Usaba un reloj común, suficiente para dictarle su puntualidad o para recordarle, como alguna vez escribió, que “no es el tiempo el que pasa, sino que somos nosotros los que pasamos con el tiempo”. Esta vestimenta no distaba mucho del uniforme del Colegio Champagnat, donde se recibió con medalla de oro, o la que más tarde usaría como aventajado alumno de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
En paralelo Emilio desarrollaba una intensa actividad en la International Bar Association (entidad que presidió entre los años 2002 a 2004) y como Presidente de la Asociación de Bancos de la República Argentina (tiempo después también presidiría un banco extranjero), lo que le granjeó una nutrida red de contactos nacionales e internacionales. Su solvencia profesional y don de gentes hicieron que los socios de los estudios más importantes, los directores de legales y hasta los presidentes de las grandes compañías multinacionales lo adoptaran como el auténtico consiglieri. Aquella red siempre estuvo generosamente a disposición de las personas que recurrían a su amparo, porque de verdad él ayudaba a cuantos podía.
Como name partner era muy exigente. No era fácil de conformar. Frente a él no alcanzaba sólo con ser bueno o talentoso. Además, había que esforzarse. Alguna vez que lo encontré solo en el Estudio, a las ocho de la mañana, barruntando su malhumor, me espetó: ―Todos tenemos más o menos las mismas capacidades, pero para ser el mejor hay que empezar a trabajar antes que lo demás”.
Su versación en temas jurídicos, particularmente en deuda externa, arbitraje, Banking y Oil and Gas, se derramaba en un lenguaje claro y directo. Me parece verlo, lapicera en mano, corrigiendo escritos de otros, sobre el papel, quitando palabras y agregando, en cada párrafo, comas y pausas varias.
Abogado, profesor universitario en Buenos Aires y en Illinois, embajador político ante la ONU, árbitro internacional, editorialista, autor de decenas de ensayos jurídicos, integró los más variados directorios y fue asesor de innumerables instituciones y personas que recurrían a su consejo, sazonado por la sapiencia intelectual, la reconocida probidad y la razón práctica que también guiaban sus actos con la sola limitación de los principios irrenunciables.
Me tocó compartir con él algunos viajes al exterior, con los obligados tiempos muertos en los aeropuertos. Se movía veloz y enérgico por los pasillos, con su valija “de aviador” repleta de libros y papeles, rumbo a la puerta de embarque que conocía de memoria. Costaba seguirle el paso. En la sala de espera no paraba de escribir: un memorándum, una nota para La Nación o una carta de recomendación de un estudiante para alguna universidad americana. Y cuando no escribía, leía. En francés o inglés. O hablaba con Estela, su fiel y eficiente asistente por más de cincuenta años, una y otra vez, para organizar su agenda descomunal.
Por momentos, se retraía, ensimismado, abstraído en sus pensamientos. Allí yo me detenía observarlo a la distancia, tratando de penetrar en la verdad íntima y esencial de la vida de quien allí lucía, fugazmente, solitario y vulnerable. Y de golpe volvía como si nada, para contarme, con una ternura particular hacia Bongo, su mascota, cómo había adoptado un perro malo por el maltrato de un vecino para volverlo bueno con su paciente compañía.
Podía ser tan duro como para calificar públicamente a un Gobierno como una “cleptocracia” ―su pluma tenía repercusión pública y sin duda la tuvo aquella vez― y tan blando como para desparramar su humanidad por el piso para jugar con mi hijita, a la que cruzó circunstancialmente en el Estudio. Emilio amaba a los niños.
Descendiente de tradicionales familias de la sociedad argentina, había heredado los modales del caballero y el buen trato con las personas de cualquier condición económico social, dispensándole a los más humildes o menos dotados, una atención preferencial.
La seducción que producía su oratoria era notable, en castellano o en inglés. Primero, dominaba el auditorio con su mirada penetrante. Luego iniciaba el discurso de manera pausada: el timbre grave le confería un sentido asertivo a la dicción clara, y sabía colocar las inflexiones según el énfasis de la palabra. Pero por sobre todo hablaba bien porque siempre tenía algo importante que decir. No había público que no cautivara ni tema que no tratara con autoridad, en cualquier escenario, sea en el sitial del Consejo de Seguridad de la ONU que ocupó, dando clase en las antiguas aulas de la calle Moreno de la UCA, en el más encumbrado foro empresario o hablándole a los abogados jóvenes ―actividad que disfrutaba como ninguna― en cualquier lugar donde fuera convocado.
Supo tener la visión del estadista de miras amplias que vive intensamente los acontecimientos de su tiempo y de su país, al que representó en el más alto nivel. Mereció una Argentina mejor. Me consta cómo le dolía su decadencia y no vacilaba en señalar con lucidez sus causas y responsables. Luchó infatigablemente para mejorarla bajo los valores de la libertad económica, el liberalismo político y el estado de derecho.
Se ha ido un hombre noble y valiente. Capaz de negociar con la guerrilla de los setenta el rescate de un empresario; con el coraje para aterrizar con un avión de la ONU en una noche cerrada en un precario aeropuerto militar, para liberar a un centenar de presos políticos de un incierto régimen africano; con la autoridad de mirar a los ojos a Saddam Husseim para inquirir sobre su arsenal prohibido. El mismo que alojó en su casa a un Juez de la Corte Suprema Americana. El invitado de Shimon Peres a su fiesta de cumpleaños. Aquel que conversó con la Madre Teresa y Bill Clinton entre otras tantas personalidades del mundo. El más popular entre los embajadores ante la ONU de su tiempo. El que supo ganarse la confianza absoluta de Koffi Annan; a quien Madelaine Albright (primera mujer en ocupar la Secretaría de Estado de USA) llamaba al Estudio para escuchar su consejo y a quien, como aquella vez que me canceló una comida en su residencia neoyorquina, el mismísimo Henry Kissinger solía convocar.
Tiendo a creer que la muerte del doctor Emilio J. Cárdenas conlleva un doble duelo. El del hombre real que nos enriqueció. Y de una generación irreemplazable que supo dar hombres de esta talla.
Algunas anécdotas, gestos y detalles demuestran su preocupación o interés real por el otro, generalmente más débil. Ellas son una pequeña muestra que sumadas a la mil y una que cada uno que lo trató tendrá para contar, lo pintan de cuerpo entero.
Una Nochebuena lo encontró trabajando junto a un joven abogado. Cuando empezaba a anochecer le dijo: ― Andá a cenar con tu familia, pero déjame tu teléfono por si te llego a necesitar. Al llegar al hogar, su esposa, sorprendida, le comunica: ―Acaba de llamar el doctor Cárdenas para decirme que estás haciendo un trabajo fantástico y que también me agradece a mí el acompañamiento.
Otra abogada lo recuerda por su empatía: Lo ví una vez para que firme una documentación que debía entregar a la AFIP. Llovía a cántaros. Al advertirlo, me dijo: ― “no va a cruzar la Plaza de Mayo con este tiempo. Espere”. Entonces llamó a su chofer para que me lleve.
Sin dudas mi vida, como la de muchos, se enriqueció por su existencia. Estoy seguro de que cuando se pase esta tristeza pegajosa lo vamos a recordar con alegría y agradecimiento, como merece ser recordado, tratando de seguir su ejemplo y trasmitiendo a otros sus valores y lecciones.
Emilio, que era una persona de Fe y arraigada convicción cristiana, merece descansar en paz en su vuelta a la Casa del Señor.
Por Alberto Tarsitano.
Emilio J. Cárdenas colaboró altruistamente con Diario Exterior desde su fundación, en 2004, hasta el año 2022. Fueron cientos los artículos, notas y colaboraciones, que pudimos publicar gracias a su generosidad. En la red hemos encontrado una semblanza que reproducimos con todo el respeto, agradecimiento y admiración.
EN ESTE ENLACE, EMILIO J. CÁRDENAS EN DIARIO EXTERIOR.