Política

Los judíos de la lucha

La asistencia a la inauguración de la muestra de la comunidad judía soviética (“Los judíos de la lucha”) que se expone actualmente en Bet Hatefutsoth me trajo vivos recuerdos de la campaña que dominó mi vida pública durante 30 años y me lanzó a la escena judía internacional.

Isi Leibler
En 1959, como joven licenciado de visita en Israel, bastante antes de que la causa de los judíos soviéticos hubiera sido adoptada por la comunidad judía mundial, fui reclutado por Shaul Avigur, jefe del Nativ, la entidad de Israel casi secreta que se encargaba de los asuntos judíos soviéticos. Avigur era un israelí extraordinario que, entre bambalinas, tuvo una importante influencia sobre muchas decisiones políticas durante los años de consolidación de Israel.

Fui inicialmente encargado de la campaña en Australia. En 1962, en lo que demostró ser un precedente innovador, el gobierno australiano fue persuadido de convertirse en el primer país del mundo en plantear la situación de los judíos soviéticos en el Tercer Comité de Naciones Unidas.

En 1965 publiqué un estudio titulado “La comunidad judía soviética y los derechos humanos” basado en fuentes soviéticas que documentaba el antisemitismo de patrocinio estatal y destacaba la negación de los derechos humanos a los judíos soviéticos. Logró prominencia internacional principalmente porque el editor del periódico del Partido Comunista australiano contribuyó con un prólogo de aprobación de la temática central, instando a los soviéticos a revisar sus políticas.

El Partido Comunista australiano estaba dividido en la materia. Esto provocó un feroz debate global entre comunistas judíos y compañeros de viaje que hasta entonces habían disculpado o negado de manera servil el antisemitismo soviético.

En torno a la misma época, como joven representante australiano en el Congreso Judío Mundial, me vi inmerso en un conflicto con su carismático presidente, el Dr. Nahum Goldmann, quien se oponía a las concentraciones públicas considerando que esto solamente intensificaría la opresión soviética sobre la indefensa minoría judía. Goldmann también insistía en que la mayor parte de los judíos soviéticos estaban asimilados, y por tanto apenas unos cuantos contemplarían alguna vez la posibilidad de abandonar la Unión Soviética.

Joven como era, en la junta de gobernación del Congreso Judío Mundial en Estrasburgo en 1967, cometí la temeridad de acusar a Goldmann de shtadlanut [conducir los asuntos de manera discreta esperando que las cosas mejoren y dejando que se erosionen las posturas de uno] y de conformidad a ultranza, condenándole por depender en exclusiva de la diplomacia discreta. Para mi agradable sorpresa – y digo esto con humildad – recibí una aplastante ovación, moviendo a Goldmann a emplear su afilada lengua para atacarme durante más de una hora. Todo esto llevó a la constitución de un grupo de oposición que finalmente lograba obligar a los líderes del Congreso a aprobar la protesta pública.

Naturalmente me fue negada la entrada en la URSS. Pero en 1978, cuando la compañía de viajes que había fundado fue encargada de gestionar los preparativos del viaje del equipo olímpico australiano a las Olimpiadas de Moscú, las autoridades soviéticas se vieron obligadas a proporcionarme visados. Durante dos años disfruté de acceso y desarrollé vínculos íntimos y únicos con disidentes y refuseniks.

Mis visitas eran verdaderamente surrealistas. Pasaba unas cuantas horas discutiendo los preparativos olímpicos de viaje con las autoridades soviéticas y después un coche de la embajada australiana proporcionado a instancias del primer ministro australiano me transportaba a las casas de los refuseniks y los disidentes. En todo momento había agentes del KGB vigilándome abiertamente.

Los resúmenes de mis conversaciones con activistas judíos (muchos de los cuales residen ahora en Israel), las negociaciones con los funcionarios soviéticos en representación del Congreso Judío Mundial y el Nativ, y los detalles de los conflictos que reinaban entre el Nativ y los activistas judíos soviéticos, hoy suponen una lectura conmovedora.

Tuve el privilegio de ser testigo de primera mano del milagro de unos cuantos centenares de judíos soviéticos increíblemente heroicos que, respaldados por sus hermanos de todo el mundo, alteraron el rumbo de la historia judía y realizaron una contribución dramática a la caída del diabólico imperio soviético.

Muchos de los refuseniks con los que me comuniqué y regentaba habían ocupado originalmente cargos privilegiados entre la élite soviética. Carecían de cualquier ascendencia judía religiosa o cultural y se habían formado en el marxista entorno que repudiaba absolutamente todos los valores judíos, nacionales o religiosos. Pero como consecuencia de la Guerra de los Seis Días, estos asimilados judíos emergían de pronto como super-héroes sionistas. A pesar del conocimiento de que sus posibilidades de éxito eran escasas en el mejor de los casos, mostraban disposición a sacrificarlo todo corriendo un gran peligro para su integridad física con el fin de renovar su identidad judía y reconectar con el pueblo judío.

Eran convertidos en parias en la sociedad soviética y muchos eran detenidos por desafiar a la fuerza totalitaria más poderosa del mundo. Con el paso del tiempo, cuando se escriba la historia de esta generación, estos nobles héroes, probablemente los últimos de los sionistas reales, serán reconocidos entre los judíos más valientes y decididos de esta era.

Es una reflexión triste y una deshonra para todo el pueblo judío que muchos de estos heroicos ex refuseniks y “Presos de Sión” residentes en Israel sean hoy indigentes de edad avanzada y hayan sido virtualmente abandonados por el estado.

Fue en el curso de la campaña que me encontré por primera vez personalmente con el fenómeno de los judíos antijudíos. Los precursores de los demonizadores de Israel de hoy en día fueron los comunistas judíos y sus compañeros de viaje, que defendían sin pudor el antisemitismo patrocinado por el estado soviético y aplaudían los juicios sin garantías en los que los judíos eran encarcelados y ejecutados bajo cargos completamente inventados de espionaje, nacionalismo o crímenes económicos.

También fui testigo del estamento judío, que inicialmente se comportaba como un tembloroso israelita y se resistía a los llamamientos a la acción de manifestación pública, buscando depender en exclusiva de la diplomacia silenciosa. No fue hasta que los salvajes Kahanistas saltaran a los titulares cometiendo actos violentos contra diplomáticos soviéticos que la presión intensificada procedente de la “calle judía” obligaba a la dirección a implicarse. Incluso cuando Mijail Gorbachov visitaba Estados Unidos en diciembre de 1987, la dirección judía establecida inicialmente se resistía a los llamamientos a celebrar manifestaciones públicas, temiendo una participación reducida por ser invierno. Pero cuando la presión pública les obligaba a proceder, más de 250.000 judíos se concentraban en Washington — la mayor manifestación de judíos en la historia de la diáspora — provocando un profundo impacto de cara a presionar a los soviéticos para que abrieran las fronteras.

Mis visitas a Rusia terminaron bruscamente cuando Australia se unió al boicot a las Olimpiadas de Moscú y fui detenido en la capital soviética y acusado de lograr acceso a secretos de la seguridad del estado gracias a esos permisos denegados para ir a Israel.

El primer secretario de la embajada de Australia fue despertado en mitad de la noche y finalmente fui expulsado y advertido de no poner nunca un pie en suelo soviético.

Para mi sorpresa, siete años más tarde, en 1987, el principal rabino de Moscú, de la sinagoga de la calle Archipova (entonces controlada por el KGB) nos invitaba a mi esposa y a mí a ir a Moscú para ser sus invitados con motivo de Rosh Hashana y dirigirme a los fieles desde el púlpito durante el servicio. Dar un discurso sionista en un yiddish elemental en presencia de mis colegas refusenik que previamente no habían puesto nunca un pie en esta casa judía de oración controlada por el KGB fue una experiencia profundamente emotiva.

Posteriormente supe que yo fui el primer líder judío internacional invitado por los soviéticos a evaluar el impacto de Gorbachov. Cuando informé al presidium de la comunidad judía soviética que las reformas de la perestroika de Gorbachov eran reales y no las relaciones públicas soviéticas falsas de costumbre, muchos de mis colegas creyeron que me habían engañado.

A eso le siguió una serie de visitas más y en cuestión de unos cuantos meses habíamos negociado la creación del primer centro cultural judío, que bautizamos en honor a Solomon Mykhoels, el famoso poeta yídish asesinado en 1948 por Stalin. La gran inauguración en presencia de una constelación de personalidades internacionales judías, incluyendo a Elie Wiesel, funcionarios soviéticos y embajadores, fue un acontecimiento histórico.

Simultáneamente logramos permisos para lanzar el primer festival de canción hebrea en el que Dudu Fisher y Yaffa Yarkoni cantaron en las importantes salas de Moscú y Leningrado. Las imágenes de lágrimas corriendo por las caras de la audiencia judía permanecerán para siempre presentes en mi memoria.

En perspectiva, la liberación de la comunidad judía soviética representó uno de los grandes triunfos del pueblo judío, solamente por detrás del establecimiento del estado judío. También fue un gran triunfo del poder popular.

Esta extraordinaria campaña también tuvo un impacto masivo sobre las comunidades judías de todo el mundo. Reunió y consolidó a los judíos de toda orientación de todas partes del mundo, incluso cuando prevalecían amargas diferencias sobre las tácticas, los judíos estaban unidos por el objetivo común de liberar a los judíos soviéticos. Su determinación por lograr lo imposible les permitió triunfar hasta sobre su más poderoso adversario.

La liberación de los judíos soviéticos también reflejó la mejora de la situación de los judíos como consecuencia de la creación de Israel. En ausencia de un estado judío y la contribución del Nativ, esta victoria de un puñado de judíos soviéticos heroicos frente a una superpotencia totalitaria nunca podría haberse logrado, a pesar del apoyo de la comunidad judía mundial.

También incorporó a la causa judía a una nueva generación de jóvenes occidentales idealistas, muchos de los cuales ocuparon posteriormente y aún conservan importantes papeles a los niveles más altos de la actividad judía. Bastantes de ellos, inspirados por el valor y la dedicación de los refuseniks y los Presos de Sión, también se afincaron en Israel.

Para confrontar los desafíos y las amenazas que afrontan Israel y el pueblo judío hoy, tenemos que recuperar el espíritu de determinación y unidad que nos motivó durante aquellos días. Si pudiéramos recuperar ese espíritu seríamos de nuevo capaces de demostrar que lograr lo imposible en apariencia está al alcance de nuestra capacidad.

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