América, Política

Trump versus México

A lo que apunta Trump con México es al conjunto de las relaciones comerciales y políticas.

Donald Trump es un ciclón que arrasa todo. Su velocidad es tan mareante, que resulta difícil tomarle la medida cabal al conjunto de decisiones anunciadas en su primera semana. Entre las órdenes ejecutivas (decretos) que ha firmado y la aplicación práctica de estos úcases hay un golfo de distancia; una parte están sujetas a la asignación de fondos por parte del Congreso y algunas tendrán que sortear vallas burocráticas y judiciales. Aun así, nada lo detiene.

En un apartado específico, sí es posible entender a lo que apunta. Me refiero a sus relaciones con México. Lo que ha quedado claro es que iba en serio cuando le ponía la puntería a su vecino del sur, del que lo separa apenas el Río Bravo (o Río Grande). Aun más importantes que las decisiones firmadas en esos decretos, son la oportunidad, el tono y el clima psicológico que han creado. Cuando un presidente, apenas estrenado y cuando ya está pactada una reunión en la Casa Blanca con su colega mexicano, dispara un tuit diciéndole que cancele la cita si no está dispuesto a pagar el costo de un muro que va a erigir en la frontera entre ambos países, es porque ha abandonado toda formalidad diplomática. Trump trata a Peña Nieto como trataría, en una negociación violenta, a un interlocutor al que quisiera empequeñecer psicológicamente para ponerlo a pactar en inferioridad de condiciones.

Porque tengamos claro lo siguiente: lo más importante en la relación entre Trump y México no está en ninguno de los decretos sobre asuntos migratorios. Lo importante, a lo que apunta Trump, es el conjunto de las relaciones comerciales y políticas.

Los decretos son apenas el primer envite de la partida. Trump ha ordenado construir lo antes posible un muro a lo largo de la frontera; procesar con mayor rapidez las solicitudes de asilo y construir más centros de detención para albergar a los que esperan respuesta; ampliar el criterio para detener a indocumentados de tal modo que se incluya a quienes representan “un riesgo para el orden público” además de los que hayan cometido una falta; forzar a las ciudades y condados a aplicar la ley federal colaborando con el arresto de indocumentados, es decir detenerlos hasta que sean entregados a agentes federales, so pena de bloquear la entrega de fondos del gobierno federal a las localidades que se nieguen a hacerlo; finalmente, engrosar las filas de los agentes fronterizos (cinco mil más) y los agentes aduaneros (10 mil adicionales).

Todas estas medidas golpean directamente a México antes que a nadie más. El caso del muro es evidente, pero las otras órdenes también lo hacen porque son mexicanos la mayor parte de los afectados: un 52% de los indocumentados que hay en los Estados Unidos, unos 11 millones, tienen ese origen.

Trump no ha esperado a renegociar el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica para firmar estos decretos: los ha firmado en el mismo momento en que dos enviados importantes del Presidente Peña Nieto, los ministros Luis Videgaray (Exteriores) e Ildefonso Guajardo (Economía), visitaban la Casa Blanca para reunirse con parte del equipo del nuevo primer mandatario estadounidense, incluyendo a su yerno, Jared Kushner, hombre muy cercano a él.

En términos de política doméstica, este brulote que ha lanzado Trump sabiendo muy bien las consecuencias que puede tener para el clima social y político, ya muy cargado, del país, pretende tres cosas: afirmar ante los votantes la fiabilidad de las promesas del presidente, enviar al “establishment”, en este caso al Congreso, incluida la bancada del Partido Republicano, el mensaje de que está dispuesto a gobernar por encima de sus cabezas y en contacto directo con el sentimiento de la base popular y, por último, llevar a la práctica cuanto antes las nociones nativistas que informan su muy simple pero potente y agresivo ideario. A efectos de este comentario, sin embargo, lo que importa es la dimensión de política exterior que hay en todo esto. Veamos.

Se equivoca quien crea que Trump actúa de forma intempestiva, puramente irracional, disparando órdenes a mansalva sin medir las consecuencias. Hay más cálculo y designio de lo que se piensa. En cierta forma, ha trasladado sus técnicas de negociación comercial (el “arte de la negociación” las llamó en su famoso libro) al mundo de la política. Es como si el “outsider” les dijera a los “insiders”: así es como se hace la verdadera política a partir de ahora.

Si se tiene esto en cuenta, se entenderá mejor por qué el nuevo presidente nombró al equipo de asesores clave que lo rodea en la Casa Blanca. Allí están: Mike Pence (el vicepresidente), Reince Priebus (ex jefe del Partido Republicano), Steve Bannon (fundador de una publicación populista/nacionalista de derecha), Kellyanne Conway (experta en mercadotecnia política) y, por supuesto, su yerno, Jared Kushner, un empresario de bienes raíces. Los primeros dos son los políticos tradicionales conquistados por Trump y ganados para la nueva forma -en su cálculo- de hacer política, por tanto quienes domarán al partido. Los otros tres tienen un altísimo grado de competencia en sus campos: Bannon, cuya publicación forma parte de eso que se llama la “derecha alternativa” y que provoca mucha controversia por su agresividad, tiene un instinto político a tono con la ola populista que ha llevado a Trump a la Presidencia; Conway es una excelente comunicadora y, como lo probó la campaña electoral, de la que fue jefa, un preciso termómetro para tomarle la temperatura a la base popular que decide elecciones en los estados clave; por último, el yerno, muy joven, tiene un prestigio sorprendente a su edad en la comunidad de gentes de negocios neoyorquina.

Este equipo está detrás de cada una de las órdenes que ha dado Trump y con las cuales el presidente se ha elevado por encima del Congreso y de todo el sistema de pesos y contrapesos para decir: a partir de ahora, la Presidencia es, con diferencia, la institución más poderosa del Estado. Como todo líder populista, le ha anunciado al país y a la comunidad internacional que vencerá los obstáculos políticos o jurídicos movilizando las emociones de la base popular. Esas emociones parecen -si le creemos a Rasmussen, la conocida encuestadora- estar muy activadas, pues la popularidad de Trump desde que empezó a disparar los tremebundos decretos ha subido varios puntos.

Trump ha elegido a su primera víctima internacional: México, lo que quiere decir el Presidente Peña Nieto, a quien le ha tomado bien la medida: conoce su impopularidad, los cuestionamientos de toda índole que le hacen sus compatriotas y su fragilidad política. Ya se lo almorzó cuando, siendo candidato, visitó México para reunirse con él; está convencido de poder almorzárselo por segunda vez (en política, se puede comer la misma cosa dos veces).

Antes de entender lo que pretende Donald Trump, hay que tener claro que los decretos parten de supuestos que la realidad no respalda (pero eso, en este juego, no importa). El número de indocumentados no está creciendo: está reduciéndose significativamente. Hace una década, las detenciones en la frontera sumaban 980 mil y hoy suman la cuarta parte. Aunque los decretos no dicen expresamente que los mexicanos son el blanco privilegiado de la política antimigratoria, su espíritu sí lo sugiere. Aquí también hay un desconocimiento de la vida real, en la que se reduce año tras año la proporción mexicana del total de personas indocumentadas que están en el país. Hay meses en que los asiáticos suman más que los latinoamericanos, por ejemplo. Por último, el muro no es viable en una parte significativa de la frontera, salvo a un costo descomunal que la deficitaria y endeudada economía del gobierno estadounidense, y la división que existe entre los republicanos a ese respecto, harán imposible pagar.

Esto último es la nuez de la estrategia de política exterior de Trump de cara a México. Ya hay 650 millas de verja que van desde el extremo occidental de la frontera hasta El Paso, en Texas, y la frontera total tiene casi dos mil millas. Parte de lo que falta está constituido por propiedades privadas o vastas zonas desérticas a las que no es posible llegar porque no hay carreteras, o terrenos aledaños al Río Bravo donde no se puede construir. Trump, conocedor de las tendencias migratorias declinantes de los mexicanos, está más interesado, en términos de política exterior, en ablandar al gobierno mexicano, en ganarle la moral y ponerlo a negociar desde una posición disminuida, tal vez humillada, que en lograr construir un muro totalmente impenetrable.

El presidente sabe que el costo total, teniendo en cuenta las dificultades mencionadas, puede alcanzar los 20 mil millones de dólares y que México nunca los pagará. Por eso ha dicho que buscará formas “complicadas” de hacérselo pagar. El mensaje a Los Pinos es que mediante una serie de barreras arancelarias y no arancelarias puede, indirectamente, hacer que a México le cueste muy caro -por ejemplo, el equivalente a un muro fronterizo cada año- eludir una reformulación radical del tratado comercial que ata hoy a ambos países.

A esto mismo apuntaba el mandatario norteamericano cuando, en el tuit en el que provocaba a Peña Nieto para lograr la cancelación de la reunión que tenían prevista, aludió al déficit comercial de 60 mil millones de dólares existente en la actualidad. El comercio entre Estados Unidos y México suma algo más de 500 mil millones, equivalentes a casi el 40% del tamaño de la economía mexicana. Además de esto, México se ha beneficiado de las relaciones económicas enmarcadas en el tratado al convertirse en la gran plataforma manufacturera de América Latina (supera el total de la producción manufacturera del resto de América Latina en su conjunto). Trump y su equipo entienden que reemplazar todo esto le sería a México muy difícil si Estados Unidos denunciara el tratado y aplicara medidas unilaterales para impedir el ingreso libre de productos.

Su apuesta, pues, es que, pasada la reacción virulenta del orgullo herido, México se avendrá a negociar con él.

Trump está siendo Trump, un tipo acostumbrado a negociar cuchillo en mano, y apunta a imponer su visión proteccionista y nacionalista de las relaciones económicas internacionales sin romper el tratado. La pregunta, ahora, es qué respuesta dará México. No me refiero al gobierno de México sino al país que el próximo año elegirá a un nuevo presidente en medio de un clima de verdadero “shock”.

Sería un milagro, en este tóxico ambiente, en un contexto donde el demagógico López Obrador ya va adelante en los sondeos, que la respuesta no fuera… ¡el populismo nacionalista! Crucemos los dedos para que México dé al mundo una sorprendente lección de serenidad y madurez en uno de los momentos más delicados de su historia reciente.

© Voces. La Tercera

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