Dice Wikipedia, respecto de la batalla cultural que “el objetivo era alcanzar la hegemonía ideológica, un término tomado prestado del marxista italiano Antonio Gramsci” y no parece tan desacertado.
Dice la filosofía clásica -por llamarla de algún modo- empezando por Aristóteles que todo en la naturaleza, en el cosmos, se desarrolla por lenta maduración. Por caso, un niño no pasa a adulto por “revolución” sino por evolución secuencial intrínseca, es decir, desarrollo propio, interno, de la persona.
Y esto se traslada a la sociedad que madura por lenta evolución. Este es el motivo por el cual los “genios” generalmente son repudiados al principio, porque proponen avances para los que la sociedad no está preparada, sino que admite tiempo después de una larga maduración. Einstein y muchos otros “genios” fueron, inicialmente, tomados por locos.
Por otro lado, dice Aristóteles y toda la filosofía “clásica” que la violencia siempre va contra el desarrollo natural es, precisamente, es una fuerza extrínseca que pretende desviar la espontaneidad intrínseca de los seres.
Así las cosas, toda maduración intelectual, formativa, cultural tanto de las personas como de las sociedades, no puede ser sino el resultado de lento desarrollo. Jamás una revolución, una batalla, y mucho menos realizada desde el Estado, cuya definición es “el monopolio de la violencia” sin el cual no existiría, no podría recaudar impuestos y solo sería otra entidad privada.
Toda imposición coactiva desde el Estado, o de cualquier lugar, termina siendo incoherente cuando no contradictoria. La “batalla cultural” de Trump, sobre todo contra la ideología “woke”, está creando una oposición subyacente que podría provocar en el mediano plazo un efecto bumerang. Cosas tan grotescas como que la heredera al trono belga podría tener que abandonar la Universidad de Harvard, debido a restricciones impuestas por el presidente de los EE.UU., no pasarán desapercibidas.
En el club de nuevos amigos de “la batalla cultural” está Milei, que se va uniendo a los “Avengers”. Aunque lo del argentino pasa más por la ideología económica. Y, sin dudas, está creando el efecto contrario.
En la ciudad argentina de Ushuaia ganó las elecciones presidenciales y, sin embargo, hoy es altamente repudiado por hacer políticas “liberales”. En otras palabras, sus electores nunca creyeron realmente en la libertad y no creen hoy tampoco.
En cambio, muchos “académicos” -hoy sabemos que son solo propagandistas ya que sus fundamentos están trastabillando- que se decían promercado libre, han justificado, por ejemplo, el Cepo -el fuerte control del mercado de cambios de moneda extranjera- argumentando que es solo «circunstancial». Traducido, sería bueno violar al mercado libre “temporalmente”, o sea, es bueno violar el mercado libre, “de vez en cuando”.
Han justificado también, créase o no, el aumento «circunstancial» de impuestos. Y, gracias al íntimo amigo de Milei, Donald Trump muchos de estos “académicos” han involucionado al siglo XVII cuando imperaba el mercantilismo.
El fondo de la cuestión no puede ser más opuesto. Si en un país entran productos más baratos desde el exterior los consumidores locales se benefician y, con el dinero que les sobra, pueden ahorrar, invertir o consumir otros productos de modo que el PBI del país crecerá. Sin un producto llega a dos pesos y localmente se produce y vende a cuatro, cada consumidor ahorra dos lo que, multiplicado por la cantidad de compradores, da un ahorro que supera ampliamente lo que la empresa local deja de ganar.
De modo que todo país debería festejar la entrada de productos más baratos, incluso si vienen subsidiados por gobiernos extranjeros (“dumping”), porque eso significaría que el Estado extranjero está regalando dinero al consumidor local. Por tanto, no tiene sentido justificar los aranceles para defender a la industria nacional
Trump, ha argumentado que subir los gravámenes tanto a amigos como a enemigos representa un esfuerzo para reequilibrar los desequilibrios comerciales cuando estos desequilibrios deberían quedar en manos, precisamente del mercado que es el mejor «equilibrador» que puede existir ya que, al fin de cuentas, nadie puede gastar más de lo que gana en un mercado libre.
Tampoco tiene sentido como arma de negociación dado que, en el caso de que extranjeros apliquen aranceles a los productos nacionales, el perjudicado es el consumidor externo y el primer beneficiado es el local ya que baja la demanda del producto (por la caída de los consumidores extranjeros) y, por tanto, baja el precio en el mercado local.
Y, otra vez, este ahorro de los nacionales se vuelca en inversiones, directas o por mayor consumo en otros productos. Si lo que se busca es mayor competitividad de las manufacturas locales, lo que debe hacerse es bajar impuestos y des regular para bajar costos y expandir la actividad. Y, por cierto, para cuando estos aranceles sean retirados en el supuesto de que la negociación es exitosa, el daño ya realizado es irreparable.
Por otro lado, los aranceles se promocionan como una táctica de generación de ingresos que ayudará a compensar las profundas reducciones fiscales planificadas lo que no tiene sentido. Compensar la baja de otros impuestos es ridículo porque, al final, el ciudadano termina pagándole al Estado lo mismo o, incluso, más.
Pero quizás el objetivo más amplio de los aranceles gira en torno a la repatriación de empleos manufactureros perdidos en el extranjero. Como ya vimos, los productos del exterior baratos, al contrario de lo que supone el mercantilismo, potencian las inversiones, ergo, el trabajo local.
Por otro lado, los aranceles al encarecer los suministros importados complican los costos perjudicando a la industria local. Y reglas de inmigración más estrictas que Trump ejecuta suponen una suba en los costos laborales al haber menos oferta de mano de obra barata.
Los mercantilistas de hoy (antes “académicos” promercado) argumentan, como los analistas de Wells Fargo, que la fuerza laboral del sector manufacturero ha disminuido en las últimas décadas. Según la Oficina de Estadísticas Laborales, la cantidad de estadounidenses empleados en manufactura ha bajado de alrededor del 25% en la década de 1970 a un 8% actualmente.
A ver, en 1850 el 65% de la población de los EE.UU. se dedicaba al cultivo de la tierra. A medida que avanzaba la industrialización, decían que, si continuaba el éxodo de los obreros del campo hacia la ciudad, caería la producción de alimentos a la vez que aumentaría la población para alimentar en las ciudades, lo que provocaría una hambruna. Hoy, sólo el 3% de la población estadounidense trabaja la tierra y, ¡oh paradoja!, la cantidad de alimentos no sólo no disminuyó sino que aumentó el consumo y, aun así, hoy son récord las exportaciones agrícolas.
Es decir, es natural, lógico y muy esperanzador el que los trabajos físicos vayan siendo reemplazados por trabajos intelectuales, sobre todo ahora con el avance de la robótica y la IA que, lejos de crear desempleo, por el contrario aumentan la ocupación al crecer mucho la productividad y, por tanto, el ahorro para la inversión y desarrollo de otras áreas como, precisamente, los cerebros necesarios para el desarrollo tecnológico y los servicios.
*Miembro del Consejo Asesor del Center on Global Prosperity, de Oakland, California