Esos dos países son enemigos desde que, en 1949, los comunistas chinos derrotaron a los nacionalistas del Kuomintang y éstos, bajo el liderazgo de Chiang Kai-shek, huyeron a la antigua Formosa, frente a las costas de China. Desde entonces han librado una lucha que, por sus implicaciones ideológicas y geopolíticas, ha involucrado a medio mundo. América Latina, donde ambas Chinas se han disputado a brazo partido el reconocimiento diplomático, ha sido uno de los teatros de batalla de esa pugna. Es la razón por la cual esta región concentra el mayor número de países que reconocen oficialmente a Taiwán -la República de China- a pesar de los esfuerzos de China continental y comunista -la República Popular China- por impedirlo.
El régimen de Pekín lleva a cabo una estrategia de afirmación hegemónica en las inmediaciones marítimas y terrestres de su territorio con diversos objetivos, entre ellos convertirse en una potencia del Pacífico acorde con el status que cree que su posicionamiento económico le exige y suministrar a su población, potencialmente díscola y con tendencias centrífugas, un orgullo nacionalista que sirva de factor de cohesión y unidad.
Aunque “recuperar” Taiwán es un propósito que data de 1949, el año mismo en que los nacionalistas se instalaron allí, la urgencia es mayor desde que Pekín, la potencia emergente, ha decidido pisar fuerte en lo que considera su zona de influencia (o, más exactamente, lo que aspira a convertir en su zona de influencia). Hasta hace pocos años, China parecía poco interesada en expandir el perímetro de su influencia y poder más allá de su propio territorio continental y de su mar territorial (el universalmente reconocido). Pero de un tiempo a esta parte pretende proyectar ese poder más allá y alargar su sombra hasta bien entrado el Pacífico occidental. Para ello, hay que sortear un pequeño obstáculo: la buena cantidad de países que están en el Mar de China (en sus distintas denominaciones según el lugar: Mar de China Meridional, Mar de China Oriental y Mar Amarillo) y que también miran al Pacífico.
Casi todos estos países temen a China hoy como otrora temieron a Japón, del que varios fueron colonia en algún momento del siglo XX. Estados Unidos tiene acuerdos militares con una parte de ellos, presencia naval en la zona y un interés político en esa parte del mundo que se remonta formalmente hasta los tiempos de Teddy Roosevelt, el primero en hablar de la idea de que Estados Unidos fuera una fuerza del Pacífico. Todos los países que son vecinos de China en el Pacífico, desde Corea en el Mar Amarillo, hasta Filipinas, Malasia y Vietnam en el Mar de China Meridional, pasando, por supuesto, por Taiwán, presionan a Washington -que no se hace rogar demasiado- para que los ayude a “contener” al gigante. En gran parte la razón por la que el Presidente Obama se ha jugado por el Acuerdo de Asociación Transpacífico, que en contra de lo que se cree no fue originalmente una iniciativa norteamericana sino latinoamericana, es la posibilidad de crear algo así como un cordón sanitario que proteja a los vecinos de China.
Sirva este contexto para entender mejor por qué China maniobra furiosamente en aquella zona para contrarrestar los esfuerzos de sus vecinos y de Estados Unidos por contener sus afanes hegemónicos o expansivos (que incluyen una serie de reclamaciones marítimas y la construcción de islas e islotes artificiales para aumentar su presencia militar lejos de su costa continental). Una de esas maniobras es el acercamiento al Kuomintang, también llamado Partido Nacionalista, que gobierna Taiwán. China sabe bien que habrá elecciones en esa isla en enero y que en ellas es casi seguro que sea derrotado el partido gobernante, más bien proclive a la mejora de las relaciones con Pekín como parte de su objetivo, expresado con cierta vaguedad, de reunificar ambos países algún día. Lo reemplazaría el Partido Democrático Progresista, muy hostil a Pekín y partidario de mantener el statu quo, que es el de una república soberana de facto. El arribo al poder de la candidata del PDP y líder de la oposición, Tsai Ing-wen, supondría, pues, un revés en la política china en el Pacífico y un fortalecimiento de la coordinación de sus vecinos para “contenerla”.
La reunión del Presidente Xi Jinping con el actual mandatario taiwanés, Ma Ying-jeou, no tenía otro objetivo que tratar de influir en las elecciones presidenciales de enero. El mensaje de Pekín al electorado de Taiwán es muy claro: si mantienen al Kuomintang en el poder, habrá estabilidad, paz y mayores intercambios; si optan por el cambio, habrá lo contrario.
China lleva ya algunos años estrechando la relación con el Kuomintang. En 2008 se iniciaron los vuelos directos entre ambas Chinas; en 2010 se firmó un acuerdo marco para impulsar la cooperación económica y en 2014 se anunció un acuerdo comercial. Precisamente porque una parte importante de la población taiwanesa vio venir el peligro de que sus líderes entregaran la isla a Pekín, estalló en 2014 una protesta estudiantil, la del Movimiento Girasol, que llamó la atención del mundo. Una de las razones por las que la oposición le lleva tanta ventaja al gobierno en esta campaña electoral es el temor a que, si el Kuomintang sigue en el poder, este partido facilitará el objetivo chino de recuperar Taiwán así como el de expandir su influencia en toda la zona a costa de sus vecinos.
América Latina no es, como no lo ha sido desde 1945, ajena a todo esto. La pugna entre ambas Chinas ha jugado un papel en las batallas ideológicas latinoamericanas y también en las alianzas que se han tejido y destejido de acuerdo con los distintos períodos, especialmente el de la Guerra Fría y, ahora, el de la China convertida en potencia emergente, por los que ha atravesado esa relación.
En 1960, Fidel Castro dio un golpe en la mesa al romper con Taiwán y reconocer a Pekín. Salvador Allende fue el segundo en hacer lo mismo, una década después, a pesar de los esfuerzos de Estados Unidos por impedirlo. Taiwán -con ayuda de Washington- logró durante muchos años el reconocimiento de países desarrollados y subdesarrollados, pero las cosas se le complicaron cuando fue reemplazada por la República Popular China en la ONU en 1970. El siguiente gran golpe lo recibió, precisamente, de Estados Unidos a partir de la famosa “apertura” de Richard Nixon hacia Pekín a inicios de los años 70, que derivó en la decisión transcendental de Washington de reconocer oficialmente a la República Popular China. Armada con ese espaldarazo y, a partir de las reformas de mercado de Deng Xiaoping, con la legitimidad del capitalismo, Pekín tomó la iniciativa contra Taiwán en medio mundo.
Una de las regiones en las que esa ofensiva se libró con más denuedo fue América Latina, donde Taiwán había logrado mucho reconocimiento. China amplió sus relaciones latinoamericanas y logró que otros 12 países de esta parte del mundo la reconocieran. El uso de toda clase de métodos -ayudas económicas, inversiones, presiones diplomáticas, la apelación a terceros- sirvió a Taiwán para lograr, a pesar de todo, retener o ganar simpatías latinoamericanas. Su estrategia tuvo un éxito inusitado en Centroamérica, como es sabido, donde incluso gobiernos de izquierda mantuvieron relaciones a costa de las iras de Pekín gracias a que Taipei les daba una cantidad de dinero desproporcionada.
China ha avanzado mucho en su pretensión de arrebatarle a Taiwán el reconocimiento diplomático, pero desde que la Costa Rica de Oscar Arias cambió a la una por la otra en 2007 no ha podido forzar nuevos triunfos diplomáticos. Hoy un total de 12 países, incluyendo a Paraguay en Sudamérica y a 11 países centroamericanos y caribeños, que siguen reconociendo diplomáticamente a Taiwán; Pekín, por su parte, tiene el reconocimiento de 22 países de la región latinoamericana.
El Acuerdo de Asociación Transpacífico abre a Taiwán, que no pertenece a esta iniciativa pero pretende ser incluido, expectativas que involucran a América Latina, pues tres países de esta región forman parte de ella. Se trata de Estados -México, Chile y Perú- que reconocen a Pekín y no a Taiwán, pero la eventual participación taiwanesa, aun si no implicara una modificación del estatus de las relaciones con los actuales miembros de este acuerdo, tendría una dimensión simbólica enorme. Aunque hay razones económicas de sobra para aceptar a Taiwán -ocupa un lugar clave en la cadena de suministros del comercio mundial, especialmente en el dominio de la electrónica y los semiconductores-, Taipei se beneficiaría de una protección política de facto por el solo hecho de pertenecer al grupo. También vería tal vez reducida su dependencia comercial respecto de China: se le abrirían muchas vías alternativas o complementarias para expandir sus intercambios.
Esto es algo que el Kuomintang no ha perseguido con demasiado ahínco aunque ha expresado interés, pero no hay duda de que un gobierno del Partido Democrático Progresista reforzaría mucho los esfuerzos para que Taiwán fuese admitido. No hay que olvidar que, dada la estrategia de China en la región de Asia Pacífico, el Acuerdo de Asociación Transpacífico tiene, tanto para Estados Unidos como para los vecinos asiáticos de Pekín, una dimensión defensiva de índole claramente política.
El caso de México, Chile y Perú no encaja del todo en este esquema político. Tanto Perú como Chile tienen una relación comercial y política con China de primer orden y lo último que querrán es comprometerla acercándose demasiado a Taiwán, máxime si acaba siendo gobernada por la actual oposición. México tiene una relación más difícil con Pekín, al que ve como competidor directo, aunque desde hace algún tiempo el país norteamericano ha sido capaz de recuperar muchos de los capitales que lo habían abandonado o desdeñado en beneficio de China. Por más no se ve necesariamente -y jamás admitiría ser- parte de una estrategia estadounidense contra China, México tiene sotto voce un mayor interés que Perú y Chile en moderar las ínfulas chinas. Algo que, tácitamente, le genera comunidad de intereses con Taiwán, la China no reconocida que hoy toca las puertas del Acuerdo de Asociación Transpacífico tímidamente pero que previsiblemente las tocará con ímpetu después del cambio de gobierno previsible.
El gobierno chino, que tiene un largavistas potente por herencia cultural y por su talante imperial, suele pensar a muchos años plazo. De allí que haya reforzado los esfuerzos para influir en los comicios taiwaneses al precio de un encuentro entre presidentes que no deja de ser en la práctica una forma de reconocerle poco menos que soberanía al interlocutor al que se consideró ilegítimo durante décadas.
Este artículo está en Voces. La Tercera.