El presidente Donald Trump firmó recientemente una orden ejecutiva que cambia el nombre del Refugio Nacional de Vida Silvestre Anáhuac en honor a Jocelyn Nungaray, una niña de Houston cuyo trágico asesinato a manos de dos inmigrantes venezolanos no autorizados capturó la atención nacional. La decisión, aunque se enmarcó como un honor para la joven víctima, levantó las cejas. Fue otro caso en el que Trump aprovechó el cambio de nombre simbólico como herramienta política. Anteriormente, en una medida que desafió la geografía, la diplomacia y el sentido común, el presidente Donald Trump firmó una orden ejecutiva que renombraba una sección del Golfo de México como el “Golfo de América”.
Pero, ¿qué es exactamente lo que se ha renombrado? La orden, dirigida a las agencias federales de Estados Unidos, les instruyó a usar el nuevo nombre cuando se refieran a las aguas adyacentes a Texas, Luisiana, Mississippi, Alabama y Florida, extendiéndose hasta las fronteras marítimas con México y Cuba. Si bien claramente tenía la intención de ser una afirmación simbólica de la soberanía estadounidense, el cambio de nombre no solo violó las convenciones internacionales, sino que también iba en contra de los principios geográficos básicos.
Un golfo, por definición, es una gran masa de agua parcialmente cerrada por tierra en tres lados, dejando solo una entrada estrecha al mar abierto. El Golfo de México es precisamente eso: su frontera norte formada por Estados Unidos, su lado occidental bordeado por México y su porción sureste tocando Cuba. Aislar solo el segmento norte de esta extensión y declararlo una entidad separada es tan absurdo como intentar designar las aguas abiertas del Océano Atlántico como un “mar” simplemente porque limita con los Estados Unidos. El cuerpo de agua que intentó renombrar no cumple con los criterios fundamentales de un golfo. En otras palabras, para ser un golfo se requiere un cercamiento por tierra en tres lados. Sigue formando parte de una cuenca marítima ininterrumpida, y las fronteras políticas no alteran su estructura geológica.
El absurdo se profundiza cuando se considera el intento de la orden ejecutiva de redefinir solo la porción del Golfo que limita con los Estados Unidos, mientras que las aguas restantes continúan llamándose Golfo de México. El cambio de nombre no vino acompañado de ningún cambio geológico, ni hubo un evento que justificara una nueva designación. Era, en efecto, un intento de asignar una nueva identidad a una parte inseparable de un todo establecido. La naturaleza, sin embargo, no se conforma con los caprichos administrativos.
Este esfuerzo de cambio de nombre no es solo un acto de extralimitación política, sino también un reflejo evidente de las deficiencias del sistema educativo estadounidense, particularmente en geografía. El hecho de que una decisión de este tipo pueda surgir de los niveles más altos del gobierno sugiere un malentendido fundamental de los principios geográficos. La falta de énfasis en la geografía global en los planes de estudio estadounidenses ha llevado a una población que a menudo tiene dificultades para comprender incluso los conceptos geográficos básicos, lo que facilita que tales esfuerzos de cambio de nombre engañosos y arbitrarios sean aceptados por un segmento del público. Si la educación hubiera proporcionado una base más sólida en la alfabetización geográfica, tal propuesta habría sido descartada de plano como una invención sin sentido. El fracaso del sistema educativo en este sentido es evidente en la falta de conciencia más amplia de la geografía internacional, la historia y los matices geopolíticos, lo que hace que muchos sean susceptibles a narrativas simplistas que distorsionan la realidad.
El cambio de nombre de una gran masa de agua requiere un extenso proceso internacional, que suele implicar consultas con las naciones vecinas y el reconocimiento de las autoridades geográficas e hidrográficas mundiales. El Grupo de Expertos de las Naciones Unidas en Nombres Geográficos (UNGEGN) y la Organización Hidrográfica Internacional (OHI) supervisan estos cambios, asegurándose de que la nomenclatura geográfica refleje un consenso y no decretos políticos unilaterales.
El cambio de nombre del Golfo de México, sin embargo, no siguió ninguno de estos procedimientos. Fue un acto de marca política más que una revisión geográfica legítima, que se encontró con la resistencia inmediata de México y otros organismos internacionales. La presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, rechazó rápidamente la medida, afirmando que el Golfo de México sigue siendo lo que siempre ha sido: un espacio marítimo compartido reconocido mundialmente durante siglos.
A pesar de su declaración oficial dentro de las agencias estadounidenses, el nuevo nombre no logró ganar adeptos fuera de los mandatos gubernamentales. The Associated Press continuó usando “Golfo de México” en sus reportajes, lo que provocó fricciones con la Casa Blanca. Google Maps y Apple Maps, bajo la presión de fuentes del gobierno de Estados Unidos, inicialmente incluyeron la designación “Golfo de América” en algunas de sus plataformas, pero los usuarios fuera de Estados Unidos continuaron viendo el nombre original.
En algunos lugares, usaron ambos nombres, etiquetándolo como “Golfo de México (Golfo de América)”. Esto llevó a una extraña inconsistencia en el mapeo, donde el mismo cuerpo de agua aparecía con diferentes nombres dependiendo de la ubicación geográfica de cada uno. México incluso amenazó con emprender acciones legales contra Google por cumplir con el cambio de nombre dentro del mercado estadounidense. Estas compañías tampoco reconocieron que la orden ejecutiva de Trump solo cambió el nombre de la parte de la cuenca adyacente a los EE. UU., que no cumple con los criterios para un golfo.
El público al que se dirigía este esfuerzo de cambio de nombre era claro: un segmento de la población que está desinformado sobre geografía o cegado por el fervor patriótico. Fue un intento flagrante de fabricar una victoria superficial, complaciendo el sentimiento nacionalista sin ofrecer ningún logro real o tangible. Esto es patriotismo barato, una ilusión de fuerza en lugar de un paso real para hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande. La verdadera grandeza nacional se basa en el progreso significativo, la prosperidad económica y el liderazgo mundial, no en el cambio de nombre de un cuerpo de agua para que se ajuste a una narrativa política. El pueblo estadounidense merece logros sustanciales, no gestos simbólicos diseñados para crear una ilusión de poder.
Trump redobló la apuesta en este tema al declarar el 9 de febrero de 2025 como el “Día del Golfo de América”. En su proclama, afirmó:
AHORA, POR LO TANTO, YO, DONALD J. TRUMP, Presidente de los Estados Unidos de América, en virtud de la autoridad que me confieren la Constitución y las leyes de los Estados Unidos, por la presente proclamo el 9 de febrero de 2025 como el Día del Golfo de América. Hago un llamado a los funcionarios públicos y a todo el pueblo de los Estados Unidos para que observen este día con programas, ceremonias y actividades apropiadas.
Pero, ¿qué es exactamente lo que estamos celebrando? ¿Falta de educación? ¿Un falso logro? Esta declaración no hace más que convertir a Estados Unidos en el hazmerreír del mundo mundial. En lugar de perseguir avances y logros reales, el país se está distrayendo con gestos simbólicos y sin sentido que no ofrecen beneficios tangibles a su pueblo. ¿En qué consiste esta estrategia para los próximos cuatro años? ¿Alimentar el orgullo nacional sin ofrecer resultados prometedores? Si Trump se toma en serio su esfuerzo por cambiar el nombre, debería seguir un procedimiento adecuado para actualizar las entidades geográficas internacionales para que sean legítimas y reconocibles en todo el mundo. De lo contrario, será una solución temporal mientras Trump permanezca en el poder.
Me molesta mucho la tendencia. Se trata de un precedente peligroso en el que la grandilocuencia tiene prioridad sobre el progreso sustantivo.
Allen Gindler • Jueves, 13 de marzo de 2025 12:31 PM PDT