Política

Clasificación de los presidentes

Le emocionan los Días del Presidente? A mi tampoco. Es difícil pensar en una “fiesta” menos inspiradora y más superficial. Para la mayoría de los americanos, su única importancia reside en que bancos y oficinas de correos están cerrados en lunes.

Mark W. Hendrickson

Uno de los pocos rituales de celebración que componen el Día de los Presidentes es la publicación de las listas de evaluación de los presidentes más grandes por parte de historiadores y críticos. *Bostezo de nuevo* Esas listas nos dicen poco más que la filosofía política de la persona que compila la lista. Los redactores que prefieren a presidentes activistas y defensores del gran gobierno, aquellos que centralizan el poder, establecen nuevos programas federales y buscan ingeniar una sociedad mejor desde arriba, preferirán naturalmente a presidentes como Lincoln, Wilson o los Roosevelt ; por el contrario, aquellos que desconfían del poder del gobierno prefieren a presidentes como Jefferson, Cleveland o Coolidge.


 


La mayor parte de los americanos asocian a los presidentes con sucesos importantes, la guerra particularmente. Admiramos claramente a los ganadores por encima de los perdedores. De ahí que aquellos que fueron presidentes cuando se logró una victoria en guerra, Lincoln, Wilson, Roosevelt/ Truman o Reagan (cuya victoria en la Guerra Fría fue la más grande de nuestro país, porque logró la derrota de un enemigo formidable sin masivas pérdidas de vidas), sean evaluados con nota alta. En contraste, las reputaciones de Lyndon Johnson y Nixon sufrirán para siempre la asociación a Vietnam.


 


En la tentativa por introducir algo nuevo en este ritual anual de poner nota a los presidentes, consideremos un factor que se menciona raramente, incluso si tiene inmensa importancia: el fenómeno aleatorio de la sincronización. Igual que estar en el momento adecuado en el lugar adecuado conduce al éxito en la vida privada, también sucede con los presidentes. Sus reputaciones se ven mejoradas o deterioradas si reciben un crédito o una culpa que no merecen — como resultado de sucesos o circunstancias más allá de su control.


 


Cada presidente decide la mano con las cartas que le reparte la historia. Las situaciones se presentan como consecuencia de cadenas de sucesos puestas en marcha mucho antes de que un presidente asuma el cargo. Por supuesto, el carácter, el sentido común y la visión del titular de la Casa Blanca determinan lo fluida que se juega esa mano, pero ningún simple mortal puede trascender por completo el contexto histórico de las condiciones preexistentes. Un vistazo a nuestros dos presidentes más recientes ilustrará esta idea:


 


Los años 90 fueron más despreocupados que el principio del siglo XX. Cuando se disolvió la Unión Soviética en las Navidades de 1991, la amenaza de décadas de antigüedad de la guerra nuclear y las inquietudes derivadas bajo las que vivíamos desaparecieron por las buenas. Parecía haberse iniciado una era de paz. Fue estimulante. ¿Quién merece el crédito de los pacíficos años 90? La caída de la URSS fue fruto de las estrategias de los años 80 del Presidente Reagan. Bill Clinton heredó la paz que había sido lograda por Reagan. En realidad, quienquiera que hubiera sido presidente en los años 90 habría sido el beneficiario de la herencia Reagan.


 


De igual manera, la constante expansión económica de los años 90 fue la prolongación de una tendencia asentada por las políticas de oferta de Reagan en los años 80. Quienquiera que se convirtiera en presidente en enero de 1993, heredaría tendencias económicas sanas y bien asentadas. Teniendo en cuenta la confluencia de macrotendencias en 1993, habría sido difícil para cualquier presidente dar al traste con esas tendencias. Intente este experimento mental: si George W. Bush se hubiera convertido en presidente en 1993, ¿habría sido la década significativamente distinta? ¿Qué habría hecho Bush en un mundo pre-11 de Septiembre que impidiese que los 90 fueran una década de paz y prosperidad?


 


Considere ahora la década actual — un periodo más desafiante y menos optimista por sentado. El 11 de Septiembre hizo añicos la ensimismada noción de que estábamos en paz con el mundo. La tensión y la ferocidad que sentíamos durante la Guerra Fría volvieron, siendo el enemigo ahora en lugar de los comunistas soviéticos los islamistas militantes. Económicamente, esta década se inició con Estados Unidos asumiendo dos enormes golpes fatales — el estallido de la burbuja azul de los años 90 en el 2000, y después el 11 de Septiembre. Esos impactos económicos no fueron culpa de George W. Bush, y habrían arrojado una sombra sobre la presidencia de quienquiera que ocupase el cargo.


 


Ahora intente de nuevo ese experimento mental, esta vez retratando a Bill Clinton como Presidente desde enero de 2001. Sospecho que las diferencias políticas habrían sido más pronunciadas que en el escenario de Bush como presidente en los años 90 (es difícil imaginar a Clinton derrocando a los Talibanes o a Sadam, o defendiendo recortes fiscales para estimular la economía), pero ¿puede alguien decir de manera realista que Bill Clinton – o cualquier otro mortal – podría haber restaurado la paz y la prosperidad de los años 90 tras los importantes golpes de 2000 y 2001?


 

¿Debería recibir la mejor nota “Bubba” o “W“? Para los críticos de Clinton, los críticos de Bush, los partidistas o los ideólogos, no hay duda. Para aquellos que razonan que “los años 90 fueron mejores que los principios del siglo XX, de manera que Clinton fue un presidente mejor” yo observaría simplemente que están evaluando nuestra historia, no a nuestros presidentes. No se puede negar, no obstante, que la sincronización de la presidencia Clinton fue realmente afortunada. La historia le repartió una mano mucho mejor que la que tuvo que jugar Bush.

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