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Haití sigue empantanada en la pobreza y vive en el caos político

Las calles de Port-au-Prince, la paupérrima capital de Haití, se han vuelto a llenar de gritos y protestas en clara señal de disconformidad con todo lo que sucede en el país, que sigue siendo el más pobre de nuestra región.


Su presidente, Jovenel Moïse, pese a las protestas, se niega a renunciar aduciendo que ello sería irresponsable y se aferra, como puede, al poder que detenta desde el 2017. No obstante, las protestas no se acallan y, desde hace cinco semanas, en rigor de verdad, se han incrementado. Lo que ha derivado en el cierre de las escuelas.

La disconformidad de la gente tiene obviamente algunas buenas razones: la profunda corrupción que anida en la clase política; la inflación, que ya está en un orden del 20% anual; y la escasez de algunos artículos que son claramente de primera necesidad como, por ejemplo, los combustibles, de todo lo que genera un inevitable mal humor social.

Los principales empresarios, las más altas autoridades eclesiásticas y las organizaciones sociales más activas están hoy, decididamente, de espaldas a Moïse, al que ya no asignan credibilidad alguna. Y apuntan a tratar de organizar, sin demoras, nuevas elecciones nacionales.

Pero la ya larga demora en iniciar conversaciones plurales de buena fe evoca inevitablemente lo sucedido en 1986, cuando Jean-Claude (“Baby Doc”) Duvalier terminara en el exilio tras una serie de largas y furibundas protestas, que terminaron tumbándolo.

La misión “de paz” desplegada por las Naciones Unidas en Haití ya ha concluido. Por primera vez desde el 2004, Haití no cuenta con ella.

Ha sido reemplazada por una oficina, que desempeña tan sólo funciones de asesoría, de distintos tipos. Esto ha contribuido a la profundización de la fragilidad institucional, que parece haber vuelto a ser, bien grave. La posibilidad de poder conformar un gobierno “de unidad nacional” es apenas remota, sino inexistente.

Y Haití ha vuelto así a ser, lamentablemente, un país esencialmente sin destino, que vive en una situación de constante emergencia, de la que no puede desprenderse.
No sólo por ignorancia. También por falta de honestidad en su clase política y por el desaliento que, para todos los actores sin excepción, supone estar condenados a vivir enterrados en la pobreza extrema, sin mayores opciones. Como si el país estuviera inexorablemente atado a tener que vivir con inseguridad y en la fragilidad más absoluta. A la manera de maldición. En la última ola de protestas murieron más de 30 personas y otras 180 quedaron heridas. Hubo, además, bloqueos de ruta y saqueos. Desde 1986, Haití ha vivido en una interminable sucesión de crisis. Como si la paz social fuera un objetivo inalcanzable y la miseria una triste constante.
 
 
(*) Ex Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas.
 

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