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Labordeta merece otro balance

Es como si a Federico Trillo le hiciera memorable aquel solazado desahogo del “manda huevos”.

No creo yo que la  huella más reveladora que se deba evocar después de una intensa vida pública (política y artística) sea la de haber dicho un mal día en la tribuna del Congreso de los Diputados “¡a la mierda!”. Pero, sin embargo, esa salida de tono, súbita, impulsiva, extemporánea, se recrea una y otra vez en la multitud de obituarios, semblanzas, homenajes y panegíricos que se han oído, visto y escrito en las últimas semanas sobre José Antonio Labordeta. Eso es tomar el rábano por las hojas.
 
Hacer de un simple bufido una estimable categoría de espontaneidad, arrojo parlamentario, bravura intelectual o intrépido talante en el forcejeo dialéctico no es lo más adecuado desde mi punto de vista.
 
La personalidad de Labordeta presenta muchísimas opciones, contornos, pasajes y rasgos, más ricos, más plásticos e ilustrativos que el que se desprende y se subraya con el exabrupto accidental en un debate. No lo digo porque se trate de una grosería ramplona, impropia de pronunciarse donde se hizo. Hay veces en las que el discurso pronunciado con más pulcritud y corrección puede ser también el más nocivo o inconveniente. Con la memoria de Labordeta se ha construido una maqueta anecdótica de una larga trayectoria que merecía otras reseñas más edificantes.
 
Es como si a Federico Trillo le hiciera memorable aquel solazado desahogo del “manda huevos” por encima de otros valores, atributos y experiencias que ha acumulado.
 
Somos un país de grandes funerales y de sobrios reconocimientos previos. Ya que esto es así, seleccionemos mejor el balance para que no nos tape la vista del bosque.

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