África, Política

Militares egipcios: de guerreros a empresarios

Desde su independencia de Gran Bretaña, Egipto no ha ganado propiamente una guerra. En los años 50, los malabares de Nasser para intentar vender como victorias los descalabros de su ejército frente a Israel no “colaron”, y las fuerzas armadas se dedicaron, en lo sucesivo, a fomentar su poder como un Estado dentro del Estado y a olvidarse un poco del asunto de las batallas.

Para ello, por supuesto, necesitaban estabilidad en el país. La tuvieron bajo Hosni Mubarak, él mismo un coronel de la aviación, pero cuando en 2011 las multitudes salieron a las calles a decir basta a la corrupción, los abusos y la miseria que camparon durante las tres décadas del “faraón” en el poder, el edificio tembló, y los uniformados repusieron rápidamente las vigas: ejercieron de guardianes del orden y atestiguaron la celebración de unos comicios que dieron el poder a Mohammed Cursi, un jerarca de los Hermanos Musulmanes.

Con esta fuerza político-religiosa, asentada en el país desde 1928, el ejército fue capaz de llegar a una suerte de “vive y deja vivir”: no se enjuiciaría a aquellos militares que hubieran cometido atropellos en la era Mubarak, y la Carta Magna, fraguada por los Hermanos Musulmanes con cierta esencia teocrática, permitiría que el generoso presupuesto castrense no pasara por el escrutinio parlamentario. Convenido esto, solo quedaba gobernar.

Sin embargo, la incapacidad del gabinete de Mursi de sacar adelante la maltrecha economía, así como el intento de consagrar un poder islamista no compartido, empujó de nuevo a los ciudadanos a mostrar su descontento y a lanzar un ultimátum. Otra vez el ejército tendría la “sagrada misión” de salvaguardar el orden y de “invitar” a un presidente a marcharse.

Ya la presencia de Mursi en un mitin de islamistas radicales, en el que se llamó a la yihad (guerra santa) en Siria, había colmado la copa: lo que le faltaba al ejército egipcio era tener que lidiar, en el interior, con fanáticos que regresaran enardecidos de una guerra. Así, y como en la ecuación de los militares la variante clave es la estabilidad interna, han tomado públicamente la batuta, aunque no por mucho tiempo: ser la autoridad visible, desgasta.

Primero la bolsa
Durante el año que estuvieron los militares al frente del país, tras la caída de Mubarak, el dedo acusador de la población por la deplorable situación económica se dirigió hacia ellos (“ustedes están al frente, ustedes responden”). Por eso ahora, aunque tras bambalinas muevan los hilos de la política como lo han hecho por décadas, presumiblemente querrán salir pronto de escena, por lo que han dejado en el puente de mando a un magistrado de bajo perfil, no quemado en las lides políticas, para que asuma el timón.

“Los jefes militares egipcios no están ideológicamente comprometidos ni con una cosa ni con otra”, opina Steven A. Cook, experto en Medio Oriente del Consejo de Relaciones Exteriores de EE.UU., citado por The New York Times. “Solo creen en mantener su lugar en el orden político (…). Están dispuestos a hacer un arreglo prácticamente con quienquiera”, añade.

Además de mantener la paz en la frontera israelí y asegurar que nada interrumpa la navegación por el Canal de Suez, poca cosa tiene que hacer en lo militar este ejército de 468 000 efectivos, al que el país destina un presupuesto de más de 4.000 millones de dólares, y que recibe 1.400 millones como obsequio de EE.UU. por su buena conducta con el vecino Estado judío. De hecho, la tecnología bélica es básicamente norteamericana, con lo que ha dejado de lado el armamento que antes proveían París y Moscú.
 

Con tanto “tiempo libre”, el mando castrense ha dedicado sus esfuerzos al frente económico. Se estima que el Ejército gestiona el 40 por ciento del PIB nacional, que asciende a 537 800 millones de dólares.
Muy pocos sectores escapan a su sagacidad empresarial. Una reciente crónica de El Mundo enumeraba, entre las producciones que salen de las manos del ejército, las bombonas de gas, alimentos (en una lista variada que incluye el agua mineral, encurtidos, zumos, aceite de oliva, el pollo, y hasta las emblemáticas mermeladas Faraón), los productos químicos, los de informática y telecomunicaciones, y aun los automóviles.

Asimismo, regentan restaurantes, hoteles y complejos turísticos en toda la rica geografía del país, salpicada de sitios de enorme interés natural y, por supuesto, de emplazamientos monumentales que evocan el pasado milenario. Fábricas de electrodomésticos, servicios de limpieza, inmobiliarias, etc., forman parte de la bien aceitada gestión empresarial de los jerarcas militares.

De ellos, de las decenas de miles de altos oficiales, son además las principales prebendas, como las promociones de grado, el acceso a clubes, hoteles y hospitales exclusivos financiados por el Estado, así como las facilidades para hacer riqueza mediante jugosos contratos con el gobierno. Tales privilegios de casta descansan, en buena medida, sobre la mano de obra gratuita que representan miles y miles de reclutas del servicio militar obligatorio, que trabajan en fábricas militares donde pesa más la orden del superior que las normas laborales.

¿Cifras de todo este emporio? Solo las que el alto mando considere necesario publicar. En Egipto, interesarse demasiado por la contabilidad castrense, o por las cantidades exactas o aproximadas de toneladas de alimentos producidos, de habitaciones de hotel ocupadas en determinado período o de viviendas construidas, puede ser tildado de sospechoso y penado con severidad.

La única institución sólida
“Somos disciplinados, y tenemos las armas. Es lo que hay en el mercado ahora mismo. ¿Ve Ud. alguna otra institución sólida en la escena?”. Tal le espetó un oficial, bajo condición de anonimato, a un reportero del The New York Times. Pero este arranque de orgullo debería ser motivo de tristeza para la sociedad egipcia: que no haya otra institución más sólida para lidiar con la crisis ahora mismo, seis décadas después de haber derrocado a la monarquía, es signo de cuán lejos está el país de hacer cuajar una sociedad con derechos, deberes y oportunidades.

El ejército, aunque muestra una apariencia de solidez detrás de tanto armamento sofisticado que saca a rodar por las calles, se comporta como un elefante en una cristalería cuando quiere imponer “su” orden en el marco político. Porque sencillamente no es su campo de acción.

Un informe reciente de Amnistía Internacional reflejaba que durante los meses de gobierno del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, los uniformados cometieron impunemente graves violaciones de los derechos humanos contra manifestantes, y las víctimas fueron desoídas. Menudearon los episodios en losque el ejército utilizó medios letales contra personas y en circunstancias en las que esa fuerza no estaba justificada, y que se saldaron con muertos y heridos.

Según el texto, manifestantes coptos, musulmanes conservadores, mujeres que clamaban por sus derechos y una larga lista de personas indignadas con el decepcionante rumbo de la era post-Mubarak fueron víctimas de la violencia a manos del ejército o de hombres armados vestidos de civil. “El uso generalizado de la tortura –incluida la violencia sexual y otros tratos crueles inhumanos o degradantes– ha puesto de manifiesto la impunidad de la que gozan las fuerzas militares”.

La guinda que corona el pastel es que, en los tribunales militares, se ha juzgado a 15 000 civiles, o más. Fomentar la democracia, se ve, no es su prioridad.

Definitivamente, el problema no era –o no solo era– Mursi, ni lo será el taciturno abogado que acaba de ocupar la silla presidencial. Un ejército que utiliza abiertamente su fuerza para intimidar a la clase política, para modelarla según sus intereses y para acallar a los inconformes, no será la garantía de un nuevo Egipto. Hasta que la sociedad local y los principales aliados externos del país árabe no les corten las alas a los uniformados, toda nueva “revolución” en Tahrir seguirá siendo cosmética.

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