El atentado cometido en Pakistán el pasado sábado se ha cobrado ya más de cincuenta muertos. Los heridos sobrepasan los doscientos. Pudo haber sido un magnicidio, pues el Hotel Marriott esperaba ese día a dos comensales de postín: Alí Zardari (Presidente del país) y Yusuf Raza Guilani (Primer Ministro).

Editorial

Desde el 6 de septiembre en que tuvo lugar el nombramiento del sucesor de Musharraf, el país ha experimentado una oleada de atentados que ha ido en aumento. Ninguno de la violencia y magnitud como la que tuvo el del sábado. La poción mágica para frenar esta escalada se presume fácil: unidad y cooperación internacional.Pero la realidad está mostrando cuanto de compleja es llevarla a la práctica.

La reacción del Ministro de Interior pakistaní, Rehman Malik, refrenda ese augurio pues ha descartado la ayuda exterior para llevar a cabo la investigación del atentado. Craso error. El fenómeno terrorista es global y sus objetivos no están circunscritos a un ámbito geográfico concreto sino que buscan generar un sentimiento de miedo también a nivel global.

La alianza que Islamabad-Washington habían forjado en la lucha contra el terrorismo, ha entrado en una fase de distanciamiento o incluso enfrentamiento, como ha podido percibirse en las últimas semanas. Cada uno ha tendido a afrontar el problema a su manera. Por ejemplo, Estados Unidos penetrando en territorio pakistaní sin su consentimiento acentuando así el antiamericanismo que profesa una gran parte del pueblo pakistaní y que dificulta las relaciones. Esa falta de coordinación entre ambos Estados ha facilitado el terreno a los terroristas.

Debe felicitarse a Zardari que escasas horas antes del atentado apostó por derrotar al terrorismo mediante el uso de todos los mecanismos que ofrece el Estado de Derecho. Por el contrario, la oferta de diálogo que Guilani ha hecho a aquellos integristas islámicos que dejen las armas provoca escepticismo.