Aun siendo cierto que la OEA ha perdido vigencia y autoridad de un tiempo a esta parte, no deja de ser sorprendente que la 46ª Asamblea General Extraordinaria que tuvo lugar hace pocos días en Guatemala, para tratar el siempre espinoso tema de las drogas, haya tenido tan poca prensa. Merecía mucha más. Se trata, probablemente, de una de las pocas áreas donde esta maltrecha organización intenta hacer algo constructivo y visionario (es cierto que a instancias de varios gobiernos), y donde va dando pasos significativos más allá de la retórica. Esa reunión fue, justamente, uno de ellos.
Los 32 países allí presentes (de un total de 34 miembros) debatieron intensamente la política contra las drogas como no lo habían hecho antes, al menos no de forma tan sistemática. Aunque la resolución aprobada por los participantes refleja con su relativa ambigüedad la falta de consenso que todavía existe, constituye un paso importante para la reformulación de algo que todos sabemos que ha fracasado de manera colosal: el enfoque represivo contra la producción, el tráfico y el consumo de estupefacientes. Y ello importa mucho a América Latina, principal teatro de batalla de una política cuyas peores consecuencias no las sufren los países, empezando por Estados Unidos, que las promovieron (por no decir impusieron) en su día, sino esta región. La idea de “revisar periódicamente las políticas sobre drogas”, de “evaluar su impacto y efectividad”, de “revisar el abordaje de enfoques tradicionales” y de “considerar el desarrollo de nuevos enfoques, basados ambos en la evidencia y el conocimiento científico”, apunta a una sola cosa: transitar de una línea represiva hacia una línea de salud pública. A pesar de la falta de consenso sobre la política definitiva, esto implica que todos entienden que algo fundamental ha fallado. Buena cosa.
El objetivo declarado, ahora, es seguir estudiando el asunto durante un año más, para llegar en 2015 a un consenso que permita elevar una postura común ante la presidencia de la Asamblea General de la ONU en 2016. Ese año tendrá lugar una sesión especial de la Asamblea General precisamente para analizar el tema de las drogas: se abrirá la gran oportunidad de modificar las convenciones internacionales que han servido de pretexto a muchos gobiernos para arrastrar los pies cada vez que algún país se ha planteado cambiar el enfoque fracasado.
También en América Latina hay quienes se han aferrado a esas convenciones de la ONU para justificar el inmovilismo, mientras se amontonaban los muertos, se hacinaban las cárceles, se envenenaba la agricultura y se desestabilizaba la democracia en los lugares más directamente afectados por la “guerra contra las drogas” (expresión que viene de la era Nixon, lo que da una idea de la perseverancia en el error). Las convenciones directamente relevantes son las de 1961, 1971 y 1988: todas ellas privilegian el enfoque represivo y prohibitivo, y han tenido traducción, de diversa manera, en las legislaciones de los países que las han suscrito, es decir, casi todo el mundo. Una de las pocas excepciones ha sido Uruguay, que en 2013 legalizó la marihuana y puso su distribución bajo monopolio estatal, aunque si somos muy estrictos y puntillosos, podríamos también descubrir que los 12 países latinoamericanos que de una u otra forma permiten o toleran el consumo personal en dosis pequeñas también han contravenido el Derecho Internacional del que forman parte. Sólo Uruguay, sin embargo, en parte inspirado en el ejemplo de Holanda (1979) y Portugal (2001), ha llevado su política permisiva más allá del consumo en dosis mínimas.
Han sido muchas las instituciones y personalidades que a lo largo del tiempo han pedido modificar la política contra las drogas, pero este proceso oficial lo provocó -al César lo que es del César- el Presidente guatemalteco, Otto Pérez Molina, cuando tuvo las agallas de hacer en público una propuesta a sus colegas centroamericanos para despenalizarlas. Su argumento fue la urgencia de poner fin a la violencia descomunal que, en parte por obra de la política vigente, sufren los centroamericanos. Desde entonces hasta hoy se ha avanzado en dos frentes: primero, el tema dejó de ser un tabú en las agendas oficiales; segundo, se han establecido mecanismos para ir adoptando una posición común, de tal forma que la región en su conjunto -repito, la más afectada del mundo- haga valer su peso ante la comunidad internacional, léase en particular Estados Unidos. Nixon debe estar revolviéndose en la tumba.
En poco tiempo se logró que los gobiernos latinoamericanos -durante la Cumbre de las Américas celebrada en Colombia- encargaran a la OEA un estudio. Este informe (“El problema de las drogas en las Américas”), elaborado por más de 50 especialistas, se desdobló en dos documentos, uno de los cuales se ocupa de las tendencias mundiales y otro de los distintos escenarios posibles, sin hacer una recomendación específica. Esto último reflejaba la falta de consenso, pero también representó un punto de inflexión: el solo hecho de colocar la despenalización como posible escenario futuro iba a contracara de la política de las últimas décadas. Luego se estableció el calendario para la entrega de una postura común a la ONU con miras a la Asamblea de 2016. Sólo falta, pues, una cosa: el consenso definitivo.
Va a jugar un papel en esto Estados Unidos. El representante estadounidense en la reunión que acaba de tener lugar en Guatemala fue William Brownfield, secretario adjunto para la Oficina de Narcóticos Internacionales y Aplicación de la Ley (la burocracia yanqui, como todas, también produce títulos espantosos). Sus declaraciones fueron diplomáticas, lo que quiere decir que hizo malabares para provocar un problema en la Casa Blanca, comprometiendo a Obama en algo que no puede hacer en este momento. Pero ya es una buena noticia que Estados Unidos haya modificado el lenguaje guerrero y confrontacional: “Tenemos un buen debate en medio de dos posturas extremas”, afirmó el diplomático, distanciándose (a su manera) de la vieja “guerra contra las drogas” .
Obama, en la práctica, ha hecho un guiño a la despenalización al no pedir a su secretario de Justicia, Eric Holder, que intervenga para impedir el uso recreativo de la marihuana en los dos estados, Washington y Colorado, que la han legalizado u obstaculizar el uso medicinal en los 23 estados (más el Distrito de Columbia) donde está permitido. Como la ley federal está por encima de las de los estados, Obama podría reprimir la marihuana en todos estos lugares. No lo ha hecho ni lo hará. En cierta forma, él mismo dio señales al inicio de su gestión, cuando pidió quitarle énfasis al enfoque imperante hasta entonces, de que quería iniciar el lento proceso de revisión de la política heredada. No sorprende que el funcionario encargado de esta política en el Departamento de Estado haya dicho que se requieren soluciones “pragmáticas”.
Todo indica que en los próximos meses se acentuará en Estados Unidos la tendencia hacia la despenalización: dos estados (Oregon y Alaska) más el Distrito de Columbia votarán en consultas populares la legalización total. Otros dos lugares, el estado de Florida y el territorio de Guam, harán lo propio en relación con el uso medicinal de la marihuana. Así como Obama cambió su posición respecto del matrimonio gay cuando entendió que ya no había riesgos políticos graves, cambiará su postura sobre esta materia cuando el escenario lo permita. Si no es él, será su sucesor o sucesora. La tendencia en su país viene con fuerza de maelström.
Por tanto, en América Latina tienen hoy un viento a favor los partidarios de la despenalización y un viento en contra sus adversarios, que oficialmente suman un poco más (en Guatemala, unos 14 países defendieron bajo distintas modalidades alguna forma de despenalización). Una corriente cada vez mayor de opinión pública, en la que se mezclan la izquierda y la derecha, ex gobernantes y figuras de la sociedad civil, da soporte a la tendencia despenalizadora. Especial mención merece el papel que jugará México. Fue el país que más lejos llevó, junto con Colombia, la guerra contra las drogas. Después de decenas de miles de muertos, costos materiales cuantiosos y un desgaste que restó fuerzas para hacer reformas, el Estado mexicano entendió que se hacía urgente cambiar de enfoque. El gobierno de Peña Nieto lo hizo a medias, pero es de los que en el proceso diplomático alienta a los demás países a avanzar en la revisión de la política represiva. El canciller José Antonio Meade ha sido claro: “Nadie puede reclamar a nuestra región, y a México en particular, que no haya hecho lo suficiente… Pese a ello, el consumo de drogas ha aumentado en términos absolutos y se ha mantenido en términos per cápita”. Dos ex presidentes mexicanos, Vicente Fox y Ernesto Zedillo, hacen campaña abierta por la despenalización y un tercero, Felipe Calderón, el hombre que lanzó al Ejército contra los carteles, también está a favor de ello si se adopta una política común internacional.
Se da la circunstancia de que los dos candidatos de mayor fuerza a la Secretaría General de la OEA por el momento, el ex vicepresidente guatemalteco Eduardo Stein y el canciller uruguayo, Luis Almagro, han sido propuestos por los dos países que han tomado una postura más decidida en favor de la despenalización en América Latina. En el caso de Uruguay, el gobierno ya ha procedido en consecuencia; en el de Guatemala, Otto Pérez Molina continúa acicateando a sus colegas para avanzar más rápido. No es exagerado decir que es el responsable de la postura centroamericana. No es mera coincidencia, sino un reflejo del cambio que se ha dado en América Latina, el que dos candidaturas de peso al mencionado cargo representen estas posturas en un asunto tan sensible.
Ha habido esfuerzos en la región por reducir la dimensión del negocio de las drogas sin apelar a la represión que no deben ser menospreciados. Uno de ellos es el de la región de San Martín, en Perú, donde el cultivo de la coca abarcaba tres cuartas partes de la economía agrícola y donde hoy prácticamente no abarca nada gracias al empeño pacífico, mancomunado y negociado por sustituir los cultivos. Pero mientras subsista el otro enfoque, los avances de este tipo serán negativamente compensados y no tendrán la proyección continental que podrían tener en un escenario distinto.
Los gobiernos latinoamericanos que aún se resisten a aceptar las lecciones de la realidad tendrán que ir moviéndose de sus posturas inmovilistas, porque todo apunta a que ellas serán superadas por la realidad. En esto, los reformistas son claramente quienes tienen el “momentum” de su parte. La bolita de nieve ya echó a rodar y más temprano que tarde será enorme. Mejor es sumarse a ella o esquivarla que esperar a que a uno la aplaste.
Publicado en La Tercera