Sentí lástima por el papelón que les toca en el reparto de la huelga a los piquetes informativos.
No tenía ni la menor intención de secundar la huelga general. Me pareció siempre un disparate; un quilombo desmotivado, perjudicial e inoportuno. Me hubiera sumado a ella, sin dudarlo un instante, si el móvil fuera protestar enérgicamente contra el paro; llamar la atención sobre el drama de la desocupación laboral; recalcar la necesidad urgente de hacer otra política económica; recordar al Gobierno su ineptitud para estimular el empleo y salir alguna vez de la crisis, pero no era el caso, así que me dispuse a cumplir puntualmente con la cita cotidiana en mi puesto de trabajo.
Sortee con donaire y buen humor, tengo que decirlo sin falsa modestia, un amago de explicarme en la puerta de la empresa la conveniencia de volver sobre mis pasos. La comandita vocinglera que se ocupaba de la recepción de los que ejercíamos el derecho a darle un corte de mangas a la convocatoria sindical no logró siquiera ralentizar la entrada ni detener el ánimo.
Sentí lástima por el papelón que les toca en el reparto de la huelga a los piquetes informativos, trasunto eufemístico de ciertos cafres dispuestos a todo menos razonar para torcer la libre circulación de la gente.
He comprobado que son muy pocos los que han hecho huelga en mi empresa. Oigo en los medios de comunicación que los sindicatos están muy contentos con los datos de absentismo laboral que van recabando y el Gobierno, mientras tanto, se pone de perfil y no entra en polémicas porque, como sabemos, no va con él el asunto. La primera huelga general de la democracia pasteleada con el Gobierno
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