África, Política

Egipto: tras la “primavera democrática”, el “invierno” islamista y militar

En Egipto, las minorías liberales comenzaron la “revolución democrática”, pero los islamistas y los militares resultan ser las únicas fuerzas que cuentan. En general, la “primavera árabe” ha dado un resultado favorable a los intereses sauditas.

Había que elegir entre dos candidatos que representaban la peste y el cólera. Al final, los egipcios tienen las dos plagas, apenas separadas por un puñado de votos. Después de un laborioso escrutinio, la victoria ha sido para el islamista Mohamed Morsi, que había sido designado casi a la fuerza por los Hermanos Musulmanes, frente a Ahmed Chafiq, el último primer ministro que tuvo el presidente Mubarak hasta su caída. De esta manera, la “revolución” iniciada en febrero del pasado año culmina con el esperado triunfo de la cofradía fundada en 1928 por el teólogo Hasan Al Banna con la pretensión de imponer la charía como fundamento de la felicidad humana y de practicar la “guerra santa” contra el infiel –el yihad– como máxima virtud musulmana.

Esas ideas, que han inspirado todos los terroristas islamistas de nuestro tiempo, en especial a la organización Al Qaída, fue desarrollado más tarde por el más fiel discípulo de Al Banna, Said Qobt, que propugnaba la implantación de una “dictadura justa” en la cual las libertades políticas fuesen reservadas solo para los “hombres virtuosos”. El primero fue asesinado en 1949 y el segundo condenado a la horca por la dictadura del coronel Gamal Abdel Naser en 1966, pero sus herederos se han alzado con el poder, marcando un hito histórico de consecuencias imprevisibles.

Compromiso entre islamistas y militares

El ideal de los fundadores del islamismo moderno permanece intacto en la cofradía, a pesar de su evolución a lo largo de los años y de haber aceptado el principio del pluralismo político. Pero el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) no se fía de que los Hermanos Musulmanes hayan cambiado, como muestra el doble golpe de autoridad dado por los militares poco antes de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Primero, al asumir todo el poder, tras una dudosa decisión del Tribunal Constitucional de anular el resultado de las elecciones legislativas que habían dado la victoria a las dos corrientes islamistas convertidas en partidos políticos: el de la Libertad y Justicia, de los Hermanos, y el de sus rivales más radicales, los salafistas, llamado La Luz. Y segundo, al negociar en secreto con los Hermanos, durante toda una semana, un compromiso de convivencia antes de divulgar el resultado de las elecciones, que de sobra era conocido aunque la diferencia haya sido tan escasa: 51,73% para Morsi y 48,27% para Chafiq.

Así, mientras Mubarak agoniza en la prisión militar donde cumple condena de cadena perpetua, todo vuelve a empezar en Egipto. Deberán convocarse nuevas elecciones legislativas y se tendrá que elaborar una nueva Constitución… bajo la vigilancia del CSFA, que se ha reservado el poder de vetar toda disposición que merme su influencia en la vida política y económica.

Esta marcha atrás de la “revolución” deja al menos despejado un panorama político en el que cada cual sabe ahora donde está: los islamistas, apoyados por la inmensa mayoría de los egipcios, agradecidos a sus obras de beneficencia; el Ejército con su poder de coacción, y las minorías liberales, entre las que se encuentran los cristianos coptos, a verlas venir sin ninguna garantía de que sus derechos serán respetados. Solo que a partir de ahora, si el ejército no lo impide, los islamistas tendrán que demostrar que el “islam es la solución” a todos sus problemas, empezando por la pobreza que asuela el país. En todo caso, lo que ha triunfado no ha sido la llamada “primavera árabe” como símbolo de apertura democrática, sino la “primavera islámica” como seña de identidad recuperada para una inmensa mayoría del mundo árabe-islámico, en detrimento de las minorías más o menos liberales que, en un momento, soñaron con la libertad.

Frustración de las minorías liberales

Cuando en enero del pasado año se desencadenó la “primavera árabe” y poco después cayeron las dictaduras de Túnez, Egipto y Libia, todo el mundo se preguntaba quién estaba detrás de los movimientos juveniles que se lanzaron a la calle para reclamar libertad, dignidad y justicia. Hoy, un año después, con los dictadores Ben Alí y Mubarak condenados a cadena perpetua; Gaddafi asesinado y el ex presidente de Yemen, Alí Abdullah Saleh, exiliado, la respuesta a la pregunta empieza a aclararse… al tiempo que se ha instaurado la frustración entre quienes creyeron en las virtudes de la “revolución”.

La “primavera”, como signo de esperanza y renovación política y social, se ha trocado en un retorno al frío “invierno”, es decir, a la dura realidad de una sociedad que no está preparada para asumir los riesgos de las libertades democráticas y el respeto de unos derechos humanos considerados, generalmente, como un cuerpo extraño –occidental– a la cultura islámica. Un primer vistazo a todo lo que ha sucedido en el mundo árabe-islámico en este año transcurrido, nos muestra un panorama de frustraciones concatenadas que, en realidad, solo afectan a una minoría de la población, a juzgar por los resultados de los procesos electorales que han “despertado” a los movimientos islamistas, hasta entonces en la clandestinidad, en buena parte de la zona.

La paradoja es que estos movimientos, que en sus manifiestos político-religiosos propugnaban “el islam como solución” a los problemas endémicos de esta vasta región y que fueron duramente perseguidos por los regímenes de partido único, no parecieron interesarse inicialmente en las algaradas de los jóvenes que se enfrentaron con las fuerzas del orden. Pero una vez que cayeron los dos dictadores más emblemáticos –el tunecino y el egipcio– reaparecieron como setas después de la lluvia y ganaron las elecciones sin apenas sorpresa, salvo para las románticas minorías liberales que calcularon mal su auténtica fuerza “revolucionaria”.

El efecto dominó desencadenado en diversos países tras el éxito inicial de la primaveral “revolución” en Túnez y Egipto, ha registrado formas muy diversas. En Marruecos, los islamistas moderados se alzaron en el poder sin contratiempo alguno, mientras en Yemen caía el dictador de turno tras una larga resistencia; en Bahrein se aplastaba, con la ayuda de los tanques saudíes, el primer conato de rebelión, y en Siria se producía una guerra civil cuyo resultado, dada la complejidad de su situación estratégica, está muy lejos de decantarse. Completa este panorama el sorprendente resultado de las elecciones legislativas en Argelia, con el triunfo del viejo partido único, el Frente de Liberación Nacional, y la derrota sin paliativos de los núcleos islamistas que han subsistido a la guerra civil de los años noventa.

La maniobra del ejército egipcio

Ahora está por ver cómo evoluciona la delicada situación que se ha producido en Egipto después de la disolución del Parlamento. Hay que tener en cuenta un curioso factor para entender la sorprendente decisión del Tribunal Constitucional y el subsiguiente “golpe de estado” del CSFA. Se trata del inesperado enfrentamiento entre la cúpula del Ejército y los triunfantes Hermanos Musulmanes, que ya se veían con autoridad para elaborar una Constitución que hiciera realidad la implantación de la “charía” o ley islámica. En noviembre del pasado año, cuando se pensaba que los Hermanos y los militares tenían pactado un cierto reparto del poder, la cofradía islámica rechazó un primer proyecto de Constitución elaborado bajo el control del CSFA y que garantizaba, en buena medida, la inmunidad del Ejército en la futura organización del Estado. Se produjo así una ruptura del pacto tácito que parecía existir entre las dos fuerzas emergentes tras la caída de la dictadura.

La primera consecuencia fue la presentación, por parte de los militares, de un candidato a la presidencia, Ahmed Chafiq, antiguo primer ministro de Mubarak, en un desafío a las corrientes islámicas que no gustó nada a los habituales de la plaza de At Tahrir, donde la presencia islamista se ha hecho cada vez más notoria. Las razones de esta ruptura parecen demasiado evidentes: el Ejército, que controla al menos la tercera parte de la economía del país, no está dispuesto a ceder todos sus poderes a quienes han sido tradicionalmente sus enemigos de la sociedad civil y, en cierta medida, ha actuado como los generales argelinos cuando los islamistas del FIS ganaron la primera vuelta de las primeras elecciones libres organizadas en Argelia en 1991 y amenazaban con enviar a los cuarteles a la casta militar acusada de corrupción y que ocupaba el poder desde la independencia, con la cobertura del FLN. El ejército de la Argelia socialista, después de anular la segunda vuelta de las elecciones, no dudó en prohibir la actividad política del FIS y provocar una guerra civil, con más de doscientos mil muertos a lo largo de diez años.

El CSFA egipcio no ha llegado tan lejos: se ha contentado con disolver el Parlamento tras la sentencia del Tribunal Constitucional, basada en un “vicio de forma”, y con asumir el poder legislativo y ejecutivo sin regular los poderes del presidente de la República, tarea que queda ahora para la futura asamblea… cuando sea elegida no se sabe con qué normas. De alguna forma ha estallado la guerra entre el poder militar y la nebulosa islamista a la que, paradójicamente, le ha servido en bandeja un pretexto para unirse. Pues la denominación de “islamista” cubre una compleja diversidad de movimientos, incluso en el seno de los mismos Hermanos Musulmanes. Según el investigador egipcio Alaa Ad-Din Arafat, la cofradía, que eligió al candidato Mohamed Morsi por una escasa mayoría, ha sufrido en los últimos tiempos al menos tres escisiones a consecuencia de su falta de acuerdo sobre el significado de las palabras “democracia” y “soberanía”.

Mientras las nuevas generaciones de los Hermanos se inclinan por las libertades ciudadanas con algunas salvedades relativas al puesto que debe ocupar la mujer en la sociedad, la “vieja guardia” se inclina por asentar el principio de la hakimiia, es decir, la supremacía de la ley divina sobre el Estado civil. La tendencia más generalizada es la que propugna una llamada a la daawa, la predicación del mensaje islámico cuyo fin sería el restablecimiento del califato y la reconstrucción de la umma o comunidad de creyentes. Otros son partidarios de mirar el ejemplo turco, es decir la islamización paulatina llevada a cabo por Recep Tayyip Erdoğan sin molestar en exceso al Ejército, que mantiene la ficción de garante del laicismo impuesto por Atatürk. Así, conviven dentro de la cofradía varios partidos que, a su vez, se ven amenazados por la creciente influencia del movimiento salafista La Luz, que propugna un retorno a las costumbres “idílicas” de los tiempos fundacionales del islam, en el siglo VII. A todo ello se añade la corriente más radical, la Yemaa Al Islamiia, cercana al yihadismo, es decir, a la “guerra santa” contra el mundo occidental y, por supuesto, contra Israel.

Arabia Saudita, entre bastidores

Como contraste, ninguno de estos movimientos, que son los que dominan la sociedad civil, parece demasiado interesado en afrontar los gravísimos problemas económicos y sociales que afectan al país y que, a medio plazo, serán el caballo de batalla de la acción política que están llamados a desempeñar… si el Ejército al final lo permite. De ahí la pertinencia de volver a plantearse la cuestión del principio: ¿quién está detrás de todo esto? Si tenemos en cuenta el espectacular resurgimiento del islamismo en todo el Norte de África, con la excepción de Argelia, parece que la mano que ha movido esta supuesta “primavera democrática” habría que encontrarla en los palacios de Arabia Saudí, custodios de la ortodoxia sunnita desde su matiz más radical, es decir el wahabismo.

Esta afirmación nos llevaría a mirar un poco más allá de esos palacios y descubrir así a quienes se benefician de esta ortodoxia: los Estados Unidos y Europa, alimentados por el petróleo saudita, que a su vez sirve de valladar a las aspiraciones hegemónicas de Irán en la región. La milenaria pugna entre “chiismo” y “sunnismo” no es más que una pantalla que oculta las antagónicas ambiciones iraníes y saudíes de dominar el mundo islámico. Y resulta a todas luces evidente por quién apuestan Estados Unidos y Europa si tenemos en cuenta, además, un factor crucial para la estabilidad internacional: la progresiva aparición de síntomas de tensión que recuerdan la “guerra fría”. Frente al “bloque” occidental –es un decir–, Rusia y China se inclinan por Irán, que a su vez respalda al régimen baasista de Bachar el Asad en Siria contra los movimientos sunnitas, nutridos de hombres y pertrechos llegados de diversos puntos del mundo árabe-islámico. En este contexto se inscribe el proyecto saudita de confederar a todos los Estados y emiratos de la orilla occidental del Golfo, con lo que ya puede verse bien perfilado el futuro choque entre Irán y sus vecinos de la rama islámica mayoritaria.

En definitiva, la democracia, la libertad, la dignidad y la justicia buscadas por los iniciadores de la “primavera árabe” no han sido más que un pretexto, una ilusión, para devolver al mundo islámico sus esencias político-social-religioso-culturales, bajo la inspiración de Arabia Saudita, cuyas riquezas energéticas no solo alimentan a sus aliados occidentales sino que sirven para expandir el islam. En definitiva, las tensiones que se han vivido estos días en Egipto y las que aún puedan venir hasta que el Ejército y los Hermanos Musulmanes se repartan amistosamente el poder, solo son meros incidentes en una ruta que ha conducido al islamismo a reemplazar a las viejas dictaduras, a su vez sustitutas del fracasado nacionalismo de la época naseriana, que tantas energías malgastó en los enfrentamientos entre “progresistas” y “conservadores”, así como en las fracasadas guerras contra Israel. En definitiva, la historia vuelve a empezar.

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