Pascual Tamburri repasa en el presente artículo los condicionantes que tradicionalmente han marcado la política exterior española.
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Lunes, 09 de diciembre 2024
Pascual Tamburri repasa en el presente artículo los condicionantes que tradicionalmente han marcado la política exterior española.
ANÁLISIS
Karl Haushofer pasa por haber sido el fundador de la Geopolítica como ciencia. Más allá del debate sobre sus méritos académicos y personales, más allá de sus dudosas amistades políticas, y más allá de su valía en comparación con la escuela anglosajona de pensamiento, lo cierto es que en torno a 1900 se pusieron por escrito viejas verdades que los políticos de todos los tiempos anteriores ya habían intuido. La geografía física, en relación con la humana, impone graves condicionantes a la vida de los pueblos. No es indiferente qué espacio físico ocupa una nación para comprender cómo podrá desarrollar su fuerza y su porvenir.
España, vieja nación del extremo occidental euroasiático, enfrentada físicamente a África y al Océano, abierta a Nuestro Mar, tiene una consistencia histórica indudable, y también humana y cultural; tiene además una lógica propia definida por su posición en el mundo. Y esa lógica ha sido uno de los motivos de debate político en los últimos meses. El debate ha sido interrumpido por las elecciones del 14 de marzo, pero no ha sido resuelto.
España no es Francia. No tiene la red de intereses africanos de sus vecinos, ni su potencia demográfica e industrial, ni su contacto con Europa Central, ni su posición privilegiada en la Unión Europea actual. En relación con Francia, España no puede aspirar a ser una mala imitación –ya lo intentó, por ejemplo y con dudosos resultados, la Unión Liberal- y como mucho puede ser un vasallo fiel. Salvo que decida tener una política propia, lógicamente.
España no es Gran Bretaña. No es una gran potencia comercial reasegurada por la insularidad. No es el pariente venido a menos del único Imperio existente hoy. No tiene redes de afinidad densas repartidas por todos los continentes, ni puede pensar en olvidar si realidad mediterránea y africana. Salvo que decida renunciar a ambas.
España no es Alemania ni parte de Alemania, aunque pesar lo contrario es un vicio extrañamente difundido en amplios círculos carpetovetónicos, paralelo a un curioso complejo colectivo de inferioridad –por suerte minoritario-. Nuestro destino como nación no se decide básicamente en el Danubio, ni en el Vístula, ni en el Oder, y seguramente nos importan más el Muluya, el Jordán y hasta el Éufrates. Subordinarnos a la Mitteleuropa eternamente en ciernes no garantiza ni nuestros intereses ni nuestro futuro. Salvo que cerremos los ojos a la realidad.
La realidad es la base de la geopolítica. Un partido puede optar por lo irreal, y terminará por fracasar; o por lo contrario al interés nacional, y será aplaudido por las masas y por los extranjeros, pero no satisfará los intereses de la nación.
España es Europa, qué duda cabe. Pero no puede ser una parte amorfa y sin personalidad de una Europa definida sólo entre el Sena y el Báltico. El interés geopolítico de España es una Europa fuerte, sin duda, pero no al servicio de alguna de sus partes –eterno vicio que hace fracasar todo europeismo- sino al servicio de las identidades nacionales. Una Europa de las Patrias, cuya única base posible es el reforzamiento de España en el mundo; no contra Europa, sino por una Europa más justa, más fuerte, más luminosa. Llenarse la boca de europeismo para terminar sometiendo nuestro país a intereses espúreos es infinitamente más peligroso para las generaciones futuras que buscar apoyos dentro y fuera del Continente para reforzar nuestro papel en el mundo. Por España, por Europa.
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