América, Pensamiento y Cultura

Recordando al ´Cura´ Brochero

Era jocoso e informal. Pero valiente y generoso, como lo comprobó ampliamente con su abnegada labor durante la epidemia de cólera de 1867…


José Gabriel del Rosario Brochero es, por definición, el nombre de todos los “curas gauchos”. Después de una vida de servicio a los demás, fue santificado por el Papa Francisco y hoy está naturalmente en los altares.

Sencillo y austero, su vida pasó dedicada a los demás, particularmente a los pobres. En la provincia de Córdoba, en la llamada zona de “Tras-lasierra”, hacia el nor-oeste de la provincia mencionada. Agreste y dura, a la vez.

Su vocabulario, que incluía “malas palabras”, era proverbial. Se hacía entender por todos. Era sencillo y directo.

Se reía de sí mismo. Tanto, que llamaba a su sotana: “mi apero”. Nació en Villa Rosa, en marzo de 1840 y murió en enero de 1914.

Su área de trabajo ministerial era realmente enorme: tenía nada mendos que unos 4.300 kilómetros cuadrados de extensión. La recorría lentamente, en una mula denominada sencillamente: “Malacara”.

Era jocoso e informal. Pero valiente y generoso, como lo comprobó ampliamente con su abnegada labor durante la epidemia de cólera de 1867, que dejara tras de sí a más de 4.000 muertos. O con relación a la lepra, que el Cura Brochero en su momento contrajo, probablemente por compartir constantemente los mates -y sus respectivas bombillas- con sus propios feligreses.

Hombre de pueblo, era directo y punzante. A veces, hasta picante en sus variados dichos. Como el que dijera: “Dios es como los piojos; está en todas partes, pero prefiere a los pobres”. O cuando señaló: “Hay que promover al hombre aquí en la tierra, pero con la vista en el cielo”, que nuestros políticos deberían repetir obligatoriamente, cien veces por día.

Los enfermos y moribundos eran sus preferidos al tiempo de ejercer su sacerdocio. Los privilegiaba siempre entre sus alrededor de 10.000 parroquianos. Ellos eran siempre objeto de su atención particular y dedicada.

La vida dura derivó en una sordera y en una incómoda ceguera.

Nada, sin embargo, lo arredró. Nada.

Nunca dejó de trabajar por los demás. Ni cedió en el que fuera un extraordinario celo misionero, que incluyó a todos por igual. Los “comechingones”, entre otros, estuvieron, siempre, incluidos entre sus más atendidos beneficiarios.

Hay quienes dicen que ya no se hacen hombres de la dimensión del Padre Brochero. No es cierto. Aún los hay.
Pero el Cura Brochero no puede olvidarse. Ni minimizarse.
Su ejemplo de vida abnegada vivirá entre los argentinos, para siempre.  A la manera de irrepetible modelo.

 
(*) Ex Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas.
 

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