Acusando a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de ser “indigna de su nombre” Hugo Chávez acaba de anunciar el retiro de su país del organismo, como reacción a un fallo adverso a Venezuela recaído en el caso de Raúl Díaz Peña.
Arrogándose el carácter de magistrado, Chávez calificó a Díaz Peña de “terrorista” y su Canciller, Nicolás Maduro, se refirió a la decisión de la Corte adjetivándola de “aberrante” simplemente porque la sentencia no coincide con él, acusando además a Díaz Peña de ser el presunto autor de atentados con bombas que fueron perpetrados en su país contra las representaciones diplomáticas de España y de Colombia en su país.
Díaz Peña había sido condenado por la justicia venezolana -sospechada de falta de independencia- a nueve años y cuatro meses de prisión, pero un juez lo dejó luego en libertad invocando para ello una razón procesal, luego de lo cual Díaz Peña pudo viajar a los Estados Unidos, desde donde llevó su caso a la Corte regional.
La Corte, universalmente reconocida por su independencia y profesionalidad, como cabía esperar, encontró al Estado venezolano responsable de haber violado el derecho de Díaz Peña a la integridad personal desde que fue recluido -desde febrero de 2004, hasta mayo de 2010- en la sede de la arbitraria policía política venezolana, en condiciones que para la Corte eran deficientes a punto tal que se le negó la asistencia médica que necesitaba.
Para Chávez esto no tiene importancia, lo que supone que él cree que puede maltratar -inhumanamente y sin límites- a aquellos a los que manda detener. Como ocurre ciertamente en Cuba, país al que Chávez tiene de ejemplo, pero que nada tiene de demócrata, ni nada hace por respetar los derechos humanos y las libertades civiles de su gente.
De esta manera, Chávez priva a los venezolanos del último recurso judicial (regional) que les quedaba para asegurar y defender -ante magistrados efectivamente independientes- su dignidad como personas humanas, lo que no puede pasarse por alto, por su inmensa gravedad. Esto es lo que significa sacar a su país del Sistema Interamericano de Justicia.
Por esto, con toda razón, la oposición unificada de su país -que hoy respalda a Henrique Capriles en su candidatura presidencial para las elecciones nacionales del próximo 7 de octubre- se pronunció en contra de la decisión absolutamente discrecional del caribeño. Al hacerlo sostuvo que el gobierno de Chávez “pretende quitarles a los venezolanos, sobre todo a los más necesitados e ignorados, su derecho a ser protegidos ante las instancias internacionales, como la CIDH”, agregando que esto aislará aún más a Venezuela de la comunidad internacional y “puede ser la excusa para que en Venezuela se produzcan acciones instigadas por el Estado que atenten contra el ejercicio de los derechos de los ciudadanos”.
La decisión se suma a la adoptada y anunciada a fines de abril pasado de desligarse de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, incómodo por su activismo en defensa de las libertades esenciales, y muy especialmente por la vigilancia y protección que desde allí se presta a la libertad de expresión e información, lo que perturba visiblemente a los “bolivarianos” porque afecta su capacidad de eliminar el disenso e instalar, en su lugar, descaradamente, un discurso único y uniforme: el del totalitarismo.
Cabe señalar que coincidiendo con el retiro de las organizaciones regionales de derechos humanos, los “bolivarianos” están impulsando reemplazarlas o limitarlas con otros mecanismos en el marco de UNASUR, de manera de relativizar cuanto desde la OEA se haga en defensa de los derechos humanos y de las libertades civiles y políticas de los latinoamericanos.
Lo que debe aclararse, para que se advierta toda la gravedad de la decisión de Chávez es que para implementarla es necesario abandonar nada menos que el pacto de San José de Costa Rica de 1969, donde -en su artículo 78- se dice que la denuncia del tratado no tiene, sin embargo, el efecto de desligar a Venezuela de las obligaciones contenidas en ese Pacto en todo lo que tiene que ver con cualquier hecho que, pudiendo constituir una violación de esa convención, hubiera ocurrido o sido cumplido con anterioridad a la fecha en la que se produce la desvinculación venezolana. Esto supone nada menos que dejar de lado el instrumento regional fundamental para el respeto de los derechos esenciales de la persona humana.
Lo que es gravísimo, por cierto. Particularmente por cuanto Brasil, Chile, Colombia y Perú están sorprendentemente acompañando -con sus silencios y, peor, con sus apañamientos cómplices- el aberrante y peligroso accionar de los regímenes bolivarianos, a la manera de condescendientes compañeros de ruta.
Emilio J. Cárdenas
Ex Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas.
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